viernes, 27 de mayo de 2022

Lluvia dorada

 

Me desnudé ante una luz. ¿Qué hacer sino? Brillaba y salpicaba, mi piel se derretía a su contacto, fluía, se transformaba, se unía, todo era uno y a la vez nada, el vacío se llenaba y desaparecía, la materia cambiaba de forma, el mundo seguía exactamente igual que siempre. La luz era tan blanca y amarilla que me deslumbraba, me cegaba, no veía mis pasos pero sí mi destino, sí mi camino. No sabía dónde estaba pero sí a dónde iba. Sabía que este era mi destino, desde siempre. En ese instante lo supe: esto era. Mi cuerpo goteaba como esa luz, se partía en unidades, se volvía líquido. Soñaba. Quemaba o mi cuerpo estaba muy caliente, ahora ya no era líquido era fuego y podría quemar esa casa, podría derretir esas paredes, todos me verían y a la vez el mundo terminaría. ¿Seguiría todo exactamente igual que siempre? Yo, sin duda, no. Me tumbé en el suelo y me dejé bañar, el suelo estaba frío y el contraste se notaba todavía más por mi cuerpo ardiendo. Veía las gotas, la lluvia, ese fuego amarillo cayendo sobre mi cuerpo, marcándome, lloviéndome. No podía hacer otra cosa más que abrazarlo, dejar que me transformara, dejar que penetrara mi piel y se fundiera con lo más profundo de mis entrañas, con mis células y mi sangre. Ahora mi sangre también sería dorada, blanca, amarilla y brillante. Sería fuego. Mi boca se abría, no podía cerrarla, y mis pies sentían los calambres que provocaban cada una de esas gotas en contacto con mi piel. Yo también cambiaba de color, y de forma. Parecía que cada vez me fundía más con el suelo, era mármol, blanco, y yo me derretía encima suyo. ¿Qué sería de mí ahora? ¿Cómo podría sentir placer después de haber vivido la lluvia, el fuego, la luz? La luz. Mis ojos seguían cegados pero ahora, incluso con ellos cerrados, veía. Todo cobraba sentido en el fondo de mi alma, la oscuridad desaparecía, yo enterraba raíces, me volvía suelo, tierra, centro del universo. Yo era el sol, la destrucción de los planetas y el inicio. Me volví luz. Ante ella me desnudé. Y nací.

 

Al día siguiente los periódicos no dijeron nada. En las portadas había noticias ajenas, rotas, dolor y muerte. Esta noticia habría encajado a la perfección con las otras, pero la muerte de una persona quemada hasta la muerte por las chispas constantes de una sierra eléctrica no tendría por qué interesar a nadie. Solo a los más macabros, a los más aburridos. En un pequeño y discreto rincón del periódico local, se leía: “Ayer, día tal del tal, a las tal del medio día, una persona sin identificar debido a las deformaciones que ha sufrido su cuerpo, fue vista desnudarse en mitad de la calle al ver que en un portal cercano un trabajador cortaba algo de metal con una motosierra eléctrica. Al parecer, dicha persona se quedó petrificada ante tan cotidiana operación y, sin más explicación, se desnudó y corrió sobre las chispas. El trabajador, con casco y gafas para no sufrir daños, no se dio cuenta hasta pasado un rato, cuando se giró y vio a esa persona tirada en el suelo quemada y desfigurada por las chispas constantes que soltaba esa motosierra eléctrica. En el cuerpo se ha podido observar que el flujo constante de esa lluvia de chispas amarillas penetró en su piel hasta dejar visible en algunas partes sus huesos, que ahora lucían ennegrecidos y agujereados. Los ojos de la víctima se derritieron por completo, y esta yacía en el suelo con las piernas abiertas y la piel pegada a las baldosas. Según informan los administradores del edificio, se ha tenido que contratar un equipo de limpieza especializado para deshacerse de los trozos de piel que se quedaron adheridos a las baldosas del suelo. Las obras que había se han paralizado hasta terminar las labores de limpieza e investigación, y el ayuntamiento evalúa la creación de un plan de seguridad para evitar posibles muertes debidas a estos chispazos, que se han convertido en la estética habitual de cualquier ciudad. Todavía siguen investigando el caso. Si alguien vio algo o puede aportar alguna identificación útil, por favor, póngase en contacto con tal y tal”.

Ese día, el sol se escondió detrás de las nubes y un ruido lejano, atmosférico y grave, cubrió el cielo de oscuridad. El ruido era tan penetrante e inexplicable que en los pensamientos de la poca gente que salió a la calle a ver ese fenómeno bailaba la idea de que, quizás, el fin del mundo estuviese llegando. Pero ese pensamiento fugaz abandonaba rápido cualquier cabeza, para seguir cada uno, como cada día, en sus anodinas vidas.

miércoles, 18 de mayo de 2022

La soledad sonora... en almíbar (y muchas rosas)


Préssecs. Melocotones. Cuando era pequeña, de vez en cuando mi madre me venía a buscar al colegio con merienda que le daba mi madrina. Siempre era lo mismo: un zumito de melocotón y un bollito (esponjoso, suave, blandito, redondo y pequeño) al que le habían puesto nocilla por dentro. Si cierro los ojos y pongo empeño, todavía puedo recordar esos sabores, juntos, como si los estuviese saboreando en este instante… Creo que más de una vez me decepcioné cuando me di cuenta de que hoy no traía mi madre la merienda de mi madrina… Hace unos meses, cuando nos mudamos, no sé bien por qué, me compré zumo de melocotón. Creo que desde que era pequeña no lo había vuelto a tomar, tampoco sé por qué… Lo probé, y mis sentidos de repente volvieron a mi niñez, volvieron a esos recuerdos, es más: los recordaba a la perfección. Se hizo todo vívido, el melocotón… Recuerdo que durante varios fines de semanas desayunábamos, tumbadas en la cama, zumo de melocotón mientras veíamos Shin Chan en Youtube. Era como si estuviese haciendo un homenaje a mi yo de pequeña, como si le rindiera tributo, como si, a través de los años y las experiencias, volviera a ella y le dijera, tranquila, he visto lo que viene, sé cómo es el tiempo, su forma y sus ausencias: todo irá bien. Luego, muchos años más tarde de ese primer recuerdo melocotonero de mi niñez, alguna de tantas veces que fui a Azagra tenían en la fuente de la fruta (que siempre estaba repleta de fruta y muchas de ellas las probaba, incluso veía, por primera vez) melocotones. En el pueblo, unos dan a otros, de un huerto y de otro, todo es fresco y recién cogido de la tierra, ¿qué mejor? Cogía una pieza entre mis manos y la acariciaba, ese color anaranjado, su tacto tan curioso, con el vello blanquecino y fino. Veía a Ane o a mi suegra pelándolas y disfrutándolas y una vez dije: a mí me gusta más el melocotón en almíbar. Sus caras fueron un cuadro. Fue una mezcla entre reírse de mí y apiadarse de esa pobre criatura ignorante de la vida. Toma, prueba, y me dices si sigues prefiriendo el melocotón en almíbar. Alcarràs habla de una familia que recoge melocotones, durante toda la película, día tras día, mientras esas tierras sigan siendo suyas. Todos ayudan, todos echan una mano: la tierra es su vida. La naturaleza lo envuelve todo, los niños juegan entre los matorrales, entre los melocotoneros, en las cuevas abandonadas, con coches antiguos estropeados, con tractores. Otros lloran, otros se enamoran. Pero una cosa que me llamó la atención especialmente es que en ningún momento suena ninguna banda sonora. Suenan canciones (la verbena, el baile que se prepara Mariona, fiestas con amigos, incluso podríamos meter en este saco las pequeñas cancioncitas que se cantan entre ellos, casi en un susurro, con respiraciones entre cortadas y sin pensar en el ritmo), pero nunca una melodía de fondo que acompañe el paisaje. Es que no hace falta. La película está en completo silencio, o mejor: no lo hay en absoluto. Los pájaros, el sonido de alguna fuente o río lejano, el viento, ese viento siempre, suspirando a veces ligeramente, otras no tanto, removiendo las hojas, acariciando las plantas, también una rana cerca de una charca, o un grillo de noche, o la vaca Margarita. La naturaleza canta, tiene su voz. Tiene su propio lenguaje y su propia melodía. En el poema primero de La soledad sonora de Juan Ramón Jiménez, la naturaleza acompaña una soledad:


Soledad coronada de rosas, ¡quién pudiera

aprisionar tu cuerpo de sol y de armonía;

estar dentro de ti toda esta primavera

de sangre, de hojas secas y de melancolía!

 

¡Que latiera, en un sueño, tu corazón sonoro

sobre mi corazón sediento de ideales;

que mi palabra fuese la palabra de oro

de tus inagotables y puros manantiales!

 

¡Ay! ¡Quién, iluminando la sombra alucinada

que corona de espinas mi pálida tristeza,

pudiera ser tu amor, oh, diosa coronada

de rosas, soledad, madre de la belleza!

(Ramón Jiménez, 2007, pág. 33)


La casa de la familia de Alcarràs


El título del poemario es muy significativo para la literatura hispánica, pues hace referencia a un verso del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz [1]. Lola Josa explica este verso del místico de esta forma: «“la soledad sonora” es “casi lo mismo que ‘la música callada’”, de ahí que el místico remita a Jokmah, la Sabiduría, protegida por jomah, o sea, un “muro” de silencio, tras el cual se esconde uno de los misterios más elevados: el de la fuente del amor» (Josa, 2020, pág. 187). Juan Ramón Jiménez hace referencia a un silencio exterior que provoca una gran sonoridad interior: solo al estar en soledad podemos entrar en consonancia con todo, con el universo, con las verdades ocultas, con nuestros pensamientos, con nuestra intimidad. La verdad, la sabiduría viene protegida por el muro del silencio. Detrás de él: el todo. La naturaleza es ese lugar primordial, ese lugar de secretos, de orígenes; en él habita todo, en él habitan las historias, los deseos y los dolores. Esas rosas que coronan una soledad dan compañía, pero también consuelo. Incluso… deseo. Juan Ramón Jiménez relaciona la naturaleza con el erotismo, con el enamoramiento porque: «se trata de la creencia en un tipo de belleza superior que lleva en sí misma la comunión mística con el universo a través de la naturaleza (y por tanto de la mujer, a la que se considera “naturaleza”)» (Margarit, 2007, pág. 15). El campo, las flores, la tierra y la naturaleza son, entonces, más que un consuelo, más que un confidente. Son, quizás, otro amante.


Todas las rosas blancas que ruedan a tus pies

quisiera que mi alma las hubiese brotado,

quisiera ser un sueño, quisiera ser un lirio,

para mirar de frente tus grandes ojos claros.

 

Que mi vida tuviese una luz infinita,

joya de los senderos que adornara tu paso,

quisiera ser orilla de flores de ribera

por irte acompañando, por irte embelesando…

 

Quisiera ser la tierra donde tú descansaras,

el agua que apagase el ¡sitio! De tus labios,

el paisaje sin nombre que copiaran tus ojos,

la paloma inmortal que alcanzaran tus manos…

(Ramón Jiménez, 2009, pág. 39)

 

La voz poética se convierte en la naturaleza, desea ser flor, lirio (¡lirio!), tierra, paisaje y agua. Porque así, solo así, podrá acompañar a su amada. Quiere ser paisaje… pues el paisaje, el campo, el jardín no necesitan voz, no necesitan música, no necesitan canto para quedarse pegados a las personas, para que se nos enganchen, para que deseemos volver. No necesitamos memorizarlos: recordamos. Es parte de nosotros, se nos inscribe el paisaje en nosotros. La naturaleza da un tipo de paz primigenia, originaria, imposible de copiar, imposible de encontrar en ningún otro lado. «¡Y tú, mar! También a ti me entrego… adivino lo / que quieres decirme, / veo desde la playa tus encorvados dedos que me invitan, / creo que rehúsas retirarte sin haberme tocado» (Whitman, 2019, pág. 121). El silencio del mar… ¿qué nos dicen sus olas? ¿dice cosas diferentes a cada persona? ¿es diferente el horizonte según quién lo mira, el infinito? Los amantes se funden en la naturaleza, son parte de ella; la ternura, el cariño, el amor, la naturaleza… son lo mismo: «se besan como caen los frutos de los árboles / (…) el tiempo ya hace tiempo que se ha ido / y sus nombres se esparcen por las flores» (Calderón, 2020, pág. 13). ¿Cómo son las relaciones que se crean en la naturaleza, bajo ella? («El amor, ¿a qué huele?» [2]) ¿Se enamorarán de la misma forma, el cariño tendrá más hondas raíces, el deseo hablará de infinitos mares, la tierra se hundirá bajo los pies de la misma forma? «Qué me importa / que pisoteen el arroyo, / la arena de la orilla / todavía conserva la huella de tu pie» (Doolittle, 2001, pág. 40) … ¿Serán, quizás, tan efímeras como una huella en la arena de la orilla…? Las relaciones entre la familia que protagoniza Alcarràs son complejas, especiales y a la vez tan comunes: un padre que desea permanecer en su oficio (porque cree en la tierra como en su propia sangre) y en su deseo comete el error de llevarse a su familia por delante. Todos desean lo mismo, casi todos… Y en cambio, ¿dónde está el cariño? Sus hijos le observan con cuidado: no saben si debe ser su modelo a seguir o a odiar. Le miran y escuchan atentamente todo lo que sucede. Algo va mal… lo saben y no hace falta que nadie se lo diga. El hijo mayor quiere ser pagès, como su padre, siente las raíces en sus entrañas, justo como su padre. Pero su padre, aunque defiende a muerte sus tierras, cae él mismo en infravalorarlas. Tienes que estudiar, eso es más importante. Busca su aprobación (¿qué otra cosa buscan los hijos de los padres?), busca, en definitiva, su cariño (¿qué otra cosa buscan…?). Se esfuerza al máximo, pero su padre no es capaz de ver en el brillo de los ojos de su hijo sus deseos y certezas. ¿Y su hija? Ve cómo su padre va destrozando la familia desde dentro, cómo no sabe comunicarse, no sabe relacionarse, no sabe cómo sobrellevar su rabia, su tristeza. Qué difíciles son las relaciones humanas pero, sobre todo, cuánto las complicamos… Su hija ve en su padre un obstáculo en el camino hacia la unión familiar. Ella, como cualquiera, como yo también, solo quiere disfrutar de los suyos, de su familia, querer y sentirse querida. Todo aquello que le parezca interponerse será un error, una equivocación, una crueldad. Pero lo mejor de Alcarràs es que no da ninguna solución. ¿Quién tiene soluciones a las relaciones interpersonales? La vida sigue, el viento sopla, el río sigue sonando… La naturaleza observa, y calla. ¿El silencio? O tal vez no…


La familia de Alcarràs


Pero las rosas, los lirios… ¿os he hablado de ellas? La tierra de la familia de Alcarràs no es solo su sustento económico, no es solo su trabajo, no es solo su oficio. No les quitan la casa, donde viven, sino las tierras. Pero las tierras… las tierras son su vida, sus raíces, su paz, su belleza, son su juego, donde nacen y crecen los niños, donde se educan, donde ríen y también verán lágrimas esas hojas pero el otoño las hará caer para que lo olviden, y bajo esos melocotoneros, y bajo los hierbajos también, el huerto verá una familia relacionándose, la verá uniéndose y queriéndose. Verá el cariño, el camino. ¿Dónde habitar ahora el cariño? ¿Dónde guardarlo? ¿Entre cuatro paredes? Juegan y se pelean un poco y corren hacia una piscina en la cual el padre intenta tirar a cada miembro de la familia. ¿Dónde vivir? Ayer volví a ver Rosas rojas y no me lo podía creer: están en todas partes. Todo lo que he citado hasta ahora no es otra cosa sino un prado, un campo de rosas, unos pétalos en la tierra. Las rosas de Juan Ramón Jiménez, un deseo que habita solo en la naturaleza, o que quizás se deshabita gracias a la naturaleza para dar lugar a un deseo mejor, más reconfortante, más real, más… placentero. Hilda Doolittle abre su poemario Jardín junto al mar con un poema titulado «Rosa marina» (y mi sorpresa es enorme cuando me doy cuenta de que también tiene otro titulado «Lirio del mar» [3]). Busco poemas para hablar de jardines y de ríos y de flores y de rosas, enferma todavía de la prosa de Solnit: ahora veo rosas por todos lados. En Rosas rojas Lena Headey hace de una florista que se enamora a primera vista de la novia de una de las bodas en las que trabaja. La flor favorita de la novia es, nada más y nada menos, que el lirio. El personaje de Headey dice en un momento: «no me olvides», y la otra le responde «es lo único que recordaré». Y tan solo unas horas antes había terminado el cómic Snapdragon, donde una mujer se enamora de joven de otra cuya familia tiene la tradición de nombrar a sus hijas con la flor preferida de la madre. Resulta que ella es alérgica a las flores, pero esto la primera no lo sabe cuando va a verla con un ramo de violetas en la mano. La otra se ríe y se queda todo en una anécdota, especialmente cuando pasan los años y la pareja acaba separándose, puesto que la de la familia que nombra sus hijas con flores quiere formar una, y la otra no. Cuando la primera recuerda esta historia, la recuerda con tristeza, con el convencimiento de que ya la habrá olvidado. Pero (y aquí viene mi piel erizándose) más tarde descubre que finalmente sí tuvo una hija, a la cual llamó Violet… «Es lo único que recordaré». Y si no dejo de pensar en las rosas y en las flores y en el jardín no es por otra cosa sino por la historia de política y reivindicación que hay detrás de las rosas, según explica Solnit en su libro Las rosas de Orwell. Helen Todd, defensora del sufragio femenino, escribió: «[los votos de las mujeres] están destinados a contribuir a que se avance hacia la época en que el pan de la vida, que es un hogar, cobijo y seguridad, y las rosas de la vida, la música, la educación, la naturaleza y los libros sean el patrimonio de todos los niños nacidos en el país, en cuyo gobierno [la mujer] tenga voz» (Solnit, 2022, pág. 102) y más tarde, Solnit explica:

 

el pan alimentaba el cuerpo, y las rosas alimentaban algo más sutil: no solo los corazones, sino también la imaginación, la psique, los sentidos y la identidad. [Pan para todos, y rosas también] era un lema bonito, pero también una declaración vehemente de que se necesitaba y se reclamaba como derecho algo más que la supervivencia y el bienestar físico (Solnit, 2022, pág. 103).

 

Y aunque adoro que más tarde en su ensayo haga referencia al hecho de que las personas que desean tanto ir al campo y lo ven como una liberación solo lo hacen porque nunca han tenido que trabajar en él (Solnit, 2022, pág. 174-175), la verdad es que la idea política que hay detrás de la imagen de la rosa no solo es bellísima sino algo que deberíamos reivindicar con mucha fuerza. Carla Simón no habla solo de las personas que tienen que huir del campo en busca de una vida mejor, también habla de las rosas. También defiende que la vida no puede ser solo supervivencia. También debe haber niños que jueguen entre los matorrales y se manchen y griten por el campo como si todo eso que tienen delante fuera suyo. Porque quizás lo es. Quizás es de todos. Si empecé diciendo que la tierra de la familia de esta película es su vida, no solo me refería a económicamente, no solo me refería a ociosamente. También de forma política. Su tierra es su vida, como todos deberíamos hacerla nuestra vida. El trabajo en el campo es duro, y necesita todavía un largo recorrido para ser defendido como merece. Esta película pone un granito en esa lucha, abre puertas y da voz a la realidad de muchas familias. Y no solo hablando de supervivencia, no solo de pan, sino también de rosas, cantos, juegos, cariño y jardines. Y la verdad es que, durante toda la película, mientras ellos recogían melocotones bajo la sombra de los melocotoneros, entre el griterío y el juego de los más pequeños de la familia, y también entre el canturreo de los grandes, mi mente y mi paladar solo podían pensar en una cosa: mi suegra y Ane tenían razón.

 

 

Bibliografía

Doolittle, H. (2001). Jardín junto al mar. Tarragona: Ediciones Igitur.

Calderón, J. (2020). Los adioses del trigo. Madrid: Editorial Hiperión.

Josa, L. (2021). Estudio (pp. 53-339). En Juan de la Cruz, S., Cántico espiritual. Barcelona: Lumen.

Juan de la Cruz, S. (2021). Cántico espiritual. Barcelona: Lumen.

Margarit, J. (2007). Prólogo (pág. 7-28). En Ramón Jiménez, J., La soledad sonora. Madrid: Visor Libros.

Ramón Jiménez, J. (2007). La soledad sonora. Madrid: Visor Libros.

Ramón Jiménez, J. (2009). Laberinto. Madrid: Visor Libros.

Whitman, W. (2019). Hojas de hierba (8ª reimpresión, M. Villar Raso, Ed.). Madrid: Alianza Editorial.



[1] «la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora» (Juan de la Cruz, 2021, pág. 45).

[2] Ramón Jiménez, 2009, pág. 33.

[3] «Junco, / azotado y roto / mas dos veces rico - / grandes cabezas como la tuya / flotan a la deriva en los escalones de los templos, / pero tú estás destrozado / en el viento. / La corteza del arrayán / te es extraída, / te quitan las escamas / del tallo, / la arena te corta los pétalos, / los arruga con filo duro, / como sílex / en una piedra lisa. / Aunque todo el viento / azote la corteza, / te alzas - / sí, aunque silbando / te cubra la espuma» (Doolittle, 2001, pág. 47-48).

lunes, 9 de mayo de 2022

En respuesta a Levy que responde a Orwell

 

Adoro a Deborah Levy. Las suyas fueron las primeras memorias que leí hace unos cuantos años y me enamoré de ella. Cogí sus dos primeros libros hasta entonces publicados (Cosas que no quiero saber y El coste de vivir) de la biblioteca, porque sentía que todo el mundo estaba hablando de ella muy bien, pero no estaba segura de si me interesaba. Pero la curiosidad podía conmigo. Creo que la curiosidad es una de las cosas más importantes de mi personalidad, creo que podría explicar prácticamente todos mis actos (hasta los contradictorios) por la curiosidad. Es mi fortuna y mi gran desgracia, pero creo que ella articula mi actitud frente al mundo y creo que de alguna forma me hace ser humilde y honesta conmigo misma. Me hace querer saber y siempre creerme ignorante frente al abismo del conocimiento, que crece más y más grande delante de mí. Es aplicable a cualquier rama del mundo, cualquier faceta, cualquier característica, cualquier afición y no afición. Cocino con carne y pescado a veces aunque defienda el vegetarianismo por culpa de la curiosidad, leo o veo cosas que sé de antemano que no me van a enamorar por la curiosidad, escucho a mi alrededor, también, por esa curiosidad. Es una sed insaciable, y siempre hay agua cerca. El caso es que Deborah Levy no se libró de mi curiosidad y cogí sus dos primeros volúmenes de su Autobiografía en construcción con una profunda (y algo escéptica) curiosidad. Y vaya: me enamoré perdidamente. Su forma de escribir, algo que no había visto en nadie hasta entonces, desde el yo, desde la vulnerabilidad, desde la cotidianidad, pero también desde la poesía y la belleza. Todo lo que me contaba me interesaba, me parecía una mujer cultísima y muy inteligente. Quería saber de su vida, quería que charlara conmigo. Me acabé esos dos libros en un suspiro y página tras página me arrepentí de que no fueran míos para poder subrayarlos y marcarlos con mis deseos y enamoramientos. Me dije: en cuanto ahorre un poco, me los compro. Pero nunca llegaba el momento, siempre aparecía un libro nuevo, y otro, y otro más. Hace pocos meses salió, después de todos esos años, el último volumen de sus memorias (desde que me acabé los dos primeros, de cuando en cuando me metía en Google en busca de alguna noticia que me desvelase cuándo saldría por fin el tercero, sin respuesta). Entramos en una librería y vi que, antes de que editaran el ejemplar traducido en castellano (creo que lo editaron en enero y yo fui a esa librería antes de navidades), habían editado no solo ese último libro sino los tres, juntos, en un único volumen, en catalán. Vi a la autora en la portada y lo cogí con fuerza, no podía irme de allí sin él. En ese momento no estaba muy acostumbrada a leer en catalán pero después se convertiría en algo más normal: me compré también una edición con las memorias de Vivian Gornick en catalán, la autobiografía de Rebecca Solnit y también Els anys de Annie Ernaux, ya difícil de encontrar en castellano (he de decir que el hecho de que fueran la mayoría de Angle Editorial era un gran impulso, lo bien que se abren esos libros hace que quiera leerlos con muchísima más ansia). En fin: lo devoré. Y me encantó. Ahora cada vez que veo unos zapatos elegantes, cerrados, con tacón bajo y de colores, me acuerdo de Deborah Levy y pienso en si esos le gustarían o no. El caso es que, por culpa de Solnit (y de la curiosidad, por supuesto), cogí de la biblioteca los ensayos completos de Orwell y, ojeándolos, vi que estaba el de «Por qué escribo», ensayo al que responde Levy en su primer libro, Cosas que no quiero saber. En su momento no sabía a qué respondía o por qué, pero hoy, después de haberme leído el ensayo (y muchos olvidos más tarde de haberme leído el libro de la autora), he cogido el libro de Levy y me he dado cuenta de que cada uno de los capítulos de ese libro responden a los cuatro motivos que da Orwell para escribir, que son los siguientes:

  1. Egoísmo puro y duro: «deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno» (Orwell, 2013, pág. 783). Básicamente: el ansia por el reconocimiento.

  2. Entusiasmo estético: «el placer ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una buena prosa, ante el ritmo de un buen relato» (Orwell, 2013, pág. 783).

  3. Impulso histórico: «deseo de ver las cosas como son, de hallar cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad» (Orwell, 2013, pág. 784).

  4. Propósito político: «el deseo de propiciar que el mundo avance en una dirección determinada» y ojo «no hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político. La opinión de que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener que ver con ella, es en sí misma una actitud política» (Orwell, 2013, pág. 784).

Deborah Levy, en sus memorias, habla de feminismo, de racismo, de su belleza y de su dolor. De lo que le obliga a escribir y de lo que le hace permanecer en la tierra. Habla de su vida, pero su vida tiene un uso, su vida es una herramienta útil que utilizar para hablar del propio proceso de escritura. Sin la escritura, ¿viviría? Sin creerme yo Deborah Levy ni ser nada de eso yo, como diría la vecina de Valencia, mi impulso demoníaco (usando la idea que el mismo Orwell menciona más adelante en su ensayo) por la escritura me impulsa a responder, en cierta manera y menos interesantemente que Levy a estas cuatro razones. Por un lado, en cuanto al egoísmo puro y duro, Orwell también dice: «la gran mayoría de los seres humanos no exhiben un egoísmo muy acentuado. Pasados los treinta, más o menos, renuncian a la ambición personal» (Orwell, 2013, p.783). Recuerdo algo que me dijo Pilar, una profesora muy querida, hace unos cuantos años. Me explicaba que ella, como yo, estudió Filología Hispánica y su idea era presentarse para ser bibliotecaria. Leía muchísimo ya desde entonces, evidentemente, y lo que más le interesaba era rodearse de libros. Pero un amigo la apuntó para las oposiciones de profesora y, como si fuese un destino ya insustituible, un camino trazado imposible de esquivar por más empeño que una ponga, se presentó y las aprobó. Se armó de paciencia para aguantar a críos en los institutos y allí se quedó. Y ahí fue cuando me lo dijo, hablando de un señor que debía ser antes profesor y ahora aspiraba a director o quizás ya lo era, no recuerdo bien, ¿quizás escribía? O quizás estoy confundiendo una persona con otra, y ella se refería al profesor escritor… La verdad es que no lo sé, el olvido es parte de mi personalidad también, tanto como la curiosidad. Quizás una alimenta a la otra… El caso es que, hablándome de esta persona cuya identidad tengo profundamente desdibujada, me dijo: es que los hombres son muy ambiciosos, no se conforman, no saben vivir sin grandes aspiraciones en mente… Me sorprendió porque creo que pensé: yo sí soy ambiciosa, yo sí tengo aspiraciones. No sé si las tenía o no, creo que nunca tuve grandes sueños, pero estaba segura, al menos en ese momento, que la conformidad no era lo mío. Ahora, bastantes años más tarde entiendo a lo que se refería. La cotidianidad es muy preciada. Tener la suerte de poder vivir una rutina y una comodidad dentro de ella, es algo muy codiciado. Por supuesto entra aquí también la educación y el patriarcado: las mujeres siempre tienen muchas cosas que hacer, siempre tienen algo. Sus maridos, si ellas se ocupan de tantas cosas, ¿qué hacen? Deben ocupar su tiempo con falsas ambiciones, pero sentirse ocupados y útiles, aunque no lo sean en absoluto. ¿Es algo relacionado con la creatividad, el ser profundamente ambicioso? Porque está claro que, aunque contradiga a Pilar, no tiene que ver con el género, aunque entiendo a qué se refería, y razón no le faltaba. ¿Para quién escribimos? ¿A quién podría interesarle mi experiencia, es acaso universal? ¿Puedo ser universal yo como individuo individual? Si escribo para alguien, entonando ya la tercera razón de Orwell, es, en realidad, para mí misma. Si la literatura tiene alguna función, la mía, para mí, es la de darme sentido. Entenderme, justificarme. Pero no para nadie, no para que otros sepan algo de mí. Sino para saber, yo misma, algo de mí. Para conocerme, aprenderme. Y sobre todo: para no olvidar. Escribo para recordar qué es el dolor, cuál es mi dolor, y por qué no lo siento (o por qué sí). Si no lo hiciera, ¿podría ser feliz? ¿valoraría mi felicidad? Hablo desde mi sangre, desde mis entrañas, desde mi horror, pero también desde mi ternura, mi hambre, mi cariño, mis pasiones y mis deseos (es algo que he aprendido ahora…). Todos ellos me forman y yo, soy olvidadiza: quiero asegurarme de no perderlos. Porque, quizás, si los pierdo también me pierdo a mí misma. Si me olvido de mí misma, ¿desapareceré? ¿Quién seré? Cuando una persona que padece de alzhéimer empieza a olvidar, ¿a dónde va? Su cuerpo está ahí, pero es como si su alma se desdibujara. ¿Tanta importancia tiene la memoria? ¿Está nuestra personalidad inserta en los recuerdos? Escribo para rastrearme, para ver las lágrimas que se grabaron en mi piel, para no cegarme, para dolerme, para llenarme de placer. Escribo para dejar mi historia, ¿para otros, para mí? Soy el rastro de una tristeza, de una casa vacía, quemada, de una soledad, de un hueco, de una sangre, de un agujero en la tierra, sin flor, sin agua, sin luz. Ahora quiero que crezca, ahora soy yo la que planta (ya no el agujero). Escribo para ser mi luz, mi agua, para ver los brotes, para verme crecer. Y quizás me quede, quizás, cuando me muera, otros puedan verme, cobijarse en mi sombra, sentirse abrazada en mi cariño, en mis ramas, en mi trocito de tierra protegido del sol. Quizás yo, con mi dolor inscrito en la tierra que ya empieza a florecer, pueda ayudar a otros, pueda florecer a otros, pueda proteger a otros. O no. Pero ya habré crecido. Y muerto, y mis hojas y flores seguirán ahí, arraigadas en la tierra, muy fuertes, muy agarradas, imposibles de arrancar… Una casa. Un sitio donde quedarse…

¿Y qué puede haber más bello que unas flores? Qué hay más eterno, y a la vez más caduco… Lo que nos llama siempre es la belleza. «Aguantad, aguantad la belleza» (Carson, 2019, p. 207). Siempre pensé que si me quedaba aquí, si aguantaba, era por el arte. Por la belleza, por emocionarme, por maravillarme ante todo lo que se presentaba ante mis sentidos. Una de mis partes favoritas de la escritura es precisamente cuando leo lo que he escrito, una vez ha pasado algo de tiempo desde su escritura. Especialmente cuando he olvidado (el olvido, de nuevo…). Sentir que lo que he escrito es bello, que he conseguido crear un poquito de belleza, es lo que más placer me da del proceso de escritura. ¿Escribo para darme placer? Impedir el olvido, crear algo bello de todo el vacío, sentir que hay un lugar para mí… ¿será eso lo importante?

Y, por supuesto, la última: todo es político. Para mí, siempre lo ha sido. Como lectora, mis tres reglas para medir la perfección de una obra son: escritura poética, relación forma-fondo e historia política (feminista, de género, sobre el racismo, etc.). Toni Morrison se alza como la reina de esas reglas, para mí. Junto con Al faro de Virginia Woolf, la primera obra en la que pienso cuando hablo de relación forma-fondo. Soy consciente de no decir nada nuevo aquí: como dice Orwell, lo no político es político también. Aunque leyera hoy este ensayo, estos pensamientos relacionados con la política siempre habían estado en mi mente.

No sé si Orwell tenía razón. No sé cuál es mi razón. ¿Habrá alguna? El primer recuerdo que tengo acerca de mi escritura es cuando una profesora, en primero de la ESO, nos hizo escribir un pequeño relato de fantasía relacionado con la biología. Me inventé una historia de células marinas, una boda rota y una historia de amor. Me gustó tanto que decidí que era el momento de cambiar esas células por personas humanas y seguir esa historia. Me divertía, creaba vidas, creaba historias, ahí había romances como los que a lo mejor en ese momento soñaba con tener. O amigas con las que soñaba hacer grandes planes que no podía hacer. Recuerdo que esa primera historia (que todavía conservo y cuyo título no tiene ninguna pérdida: Hasta que la muerte nos separe, haciendo referencia al fatal y mortal final por el que termina la boda con la que da comienzo la novela) el dinero no parecía existir: todos los personajes tenían suficiente dinero como para irse de viaje improvisado a las islas Fiji, al hotel más lujoso que existía (uno bajo el mar, con habitaciones acristaladas por las que podías ver los peces y la fauna marina, gran labor de investigación la mía, ojo) y tenían amigas empresarias porque claro, ¿quién no tiene una amiga empresaria multimillonaria? Soñaba, y me imaginaba viviendo las vidas de los personajes. Escapaba. Esperaba. Luego me di cuenta de que escapaba y empecé a escribir sobre la imposibilidad de escapar. Historias siniestras, tétricas, macabras, historias que eran pesadillas y que veía por todas partes a mi alrededor, constantemente. Mi imaginación no tenía límites ni tampoco mi inspiración. Y escribiendo, lloraba. Las letras eran mis lágrimas y mi única forma de desahogo. Escribía porque me dolía. No sé si trataba de mitigar el dolor, o ser más consciente de él. Pero no dejaba de escribir. Ahora, mucho después, cuando ese dolor se ha enfriado pero forma parte de mí como lo hace mi riñón o mis pulmones, escribo. Sigo escribiendo. No se me ha ido el impulso, sigue ahí, sea el que sea. Escribo, y ahora necesito relatar mi ternura, necesito hablar de ese dolor que controlo yo, que sé cuándo viene y cuándo se va, que domino yo y no al revés. Al final del ensayo, Orwell afirma: «sin embargo, también es cierto que no se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad» (Orwell, 2013, pág. 787). No sé cuál es mi impulso, ni cuál es mi razón, pero sé que si escribo es porque existo, porque respiro, porque padezco y porque siento placer. Porque estoy aquí, en este instante, y mis sentidos sienten y mi cuerpo pesa, junto con mi alma. Siento el mundo, soy parte de él. Si no fuese yo, si no estuviese aquí, si no pensase ni sintiese, ¿cómo, la escritura? ¿A dónde iría esa escritura? Estoy segura de que si algo forma parte de mí y algo da definición a mi personalidad es mi historia, de dónde vengo y lo que he sentido hasta este instante. Y todo ello, de alguna u otra forma, busca el camino para colarse en cada uno de mis textos. Yo decido poco en ese trabajo: mis manos van deprisa, mil pensamientos habitan mi mente, y mis recuerdos, mi memoria… Si anulo mi personalidad, ¿por qué querría recordar?

Soy olvidadiza y curiosa. Soy un hueco en la tierra con raíces crecientes (el agujero era grande: hay espacio). No sé qué me hace fortalecerme, enredarme, seguir hacia abajo, muy abajo, arraigarme hasta lo más profundo de la tierra. Pero sigo haciéndolo. Algo tira de mí hacia la escritura. Va más allá de la razón, más allá de los sentidos, más allá de lo entendible. Escribo. Y con eso basta.

 

Los zapatos de Levy, siempre que veo unos así…




Bibliografía

Carson, Anne (2019). La belleza del marido. Barcelona: Lumen.

Orwell, G. (2013). Ensayos. Barcelona: Debate.

 

Ni mi norte ni mi tiempo se ven en brújula o reloj


Esta casa es pequeña, y eso puede ser negativo. Debería ser negativo. Esta semana hará… ocho meses de que nos mudamos. La casa es pequeña pero leo y a pocos metros (muy pocos) tú cortas las patatas (crack, crack) y enciendes el horno (suena ese aire interno, y su luz), luego sacas la bandeja (ese sonido de metal contra metal), colocas las patatas en una bolsa, echas un poco de aceite y sal y la meneas con tus manos. Echas las patatas sobre la bandeja, y las esparces, tiras la bolsa y metes la bandeja (metal contra metal). Cortas la sandía (crack, crack). Llevas una diadema en el pelo («es que me da calor el flequillo») y nos hemos mirado a los ojos tanto durante estas horas que no sé si existo o sueño (como leo en «El balneario», me vuelvo loca como su protagonista, o solo sueño como ella, no sé, ¿soñaré? ¿soñará ella?). «Qué jugosa», me miras para que te mire y levantas el cuchillo rojo sobre la tabla, del que se desprenden un montón de gotitas. Recuerdo eso que acabo de leer: «antes de nada miré a Carlos, para orientarme, como cuando se despierta uno y mira el reloj» (Martín Gaite, 2010, pág. 20). Eso hago cada mañana. Pero ya no miro el reloj... Mi tiempo no se ve ahí. Mi norte, mi lirio blanco, la esperanza, el único sentido... El hueco, enterrado, lleno de tierra, lleno de raíces. Mira las flores, siempre las flores... Te gustan las flores. Por eso plantaste un rosal aquí. Y yo, echo raíces.

 



Bibliografía

Martín Gaite, C. (2010). El balneario. Madrid: Siruela.

sábado, 7 de mayo de 2022

Manos sucias


Entro a la peluquería y es como si traspasara un portal a otra dimensión. La peluquería: un espacio de charla, hábitat del papel de aluminio, donde la vejez no es algo negativo, ni importa apenas el género o la identidad. Cuando traspaso el umbral (ese espacio de nada, de vacío, «pongo mi pie desnudo en el umbral» [1], donde según las Embrujadas habitan duendes o monstruos, esos «espacios intermedios») veo que aunque el suelo de la peluquería es de la misma baldosa que la calle, que no cambia el suelo ni hay nada que diferencie el interior del exterior, más que unos muebles y un cristal, ya no estoy donde antes. La puerta se queda abierta y me piden que espere. Abro el libro. De vez en cuando se escuchan voces de gente que pasa muy cerca de la puerta, atisbos de sus conversaciones, segundos de sus intimidades indescifrables e inentendibles por sí solos. Mientras espero, leo, como siempre. Entran dos mujeres (una más mayor que la otra) a preguntar a ver si tienen huecos para hoy o mañana. Todo está completo, imposible. La señora mayor se va enfadada, la no tan mayor pide hora para el lunes (parece francesa, la peluquera se dirige a ella como Charlotte; recuerdo que no le he dicho mi nombre y, de hecho, en ningún momento posterior lo hago. Creo que tengo algún tipo de problema con el anonimato, no es la primera vez que me pasa algo así: en mis redes no pone mi nombre en ningún sitio y muchas veces me ha pasado que, con gente que he conocido a través de ellas, yo conocía sus nombres pero esas personas no el mío. Una de mis amigas, que conocía antes solo por Instagram, se refería a mí a sus otros amigos o a su madre por mi nombre de Instagram o «esa chica». Tiempo después me confesó que no descubrió mi nombre hasta que un día dije algo así como «y me dije, Noelia, pero por qué haces tal cosa». Me referí a mí misma en tercera persona y solo entonces lo supo, pero ella no nunca me lo preguntó y yo no me di cuenta de que no podía saberlo. ¿Acaso mi identidad se reduce a una palabra? ¿Qué dice de mí ese nombre, que es antes título de una canción que mi biografía, o que la biografía de cualquiera?).

Un día fui a acompañar a una amiga a comprar una peluca larga negra. Era, precisamente, en otra peluquería, de barrio, la peluquera hablaba efusivamente con una clienta y el ¿marido? miraba la puerta de la tienda sentado en una silla. Cuando entramos, un largo pasillo lleno de pelucas a cada lado nos separa del ¿marido? Mi amiga se probó la peluca y la pagó. Me sorprendió (y también me sorprendió sorprenderme), porque nadie se extrañó ni puso ninguna cara especial por que una gótica y una travesti sin montar estuvieran comprándose una peluca. Después mi amiga me dijo: es que este es un sitio de referencia para las dragonas, aquí solo compran mujeres negras, travestis y mujeres blancas que se quieren hacer trenzas. Qué curioso cómo los espacios obreros y de barrio son los más seguros, los más políticos y reivindicativos. Lo que hace cada día esa señora, peluquera de un barrio del Raval, vendiendo a esas clientas es más importante que lo que hacen muchos políticos en toda su carrera. La peluquería es un espacio de identidad. Mientras me teñía la peluquera del negro más oscuro que tenía, a mi petición y deseo, me decía: «madre mía, lo que me hacéis hacer, ¡teñir pelos naturales tan bonitos!». Yo sonreía. Pero me miraba al espejo y, bajo ese negro azulado que teñía también la piel más cercana al inicio del cuero cabelludo pensaba: ahí estoy. No sé si sonreía por ella o por mí. Debajo de toda esa exterioridad con la que he nacido estoy yo. Intento salir a veces, sacarlo, sacarme, pero no siempre me veo. El maquillaje, los tatuajes, la ropa. Intentos, todos, de sacar mi interioridad, de verme; solo busco verme. Cuando vi mi piel tan blanca teñida de negro azulado, me reconocí. Me construyo, me creo con la mirada, a partir de lo que sé que soy. «We are all born naked and the rest is drag», como dice… Es el trabajo de las personas queer, supongo. ¿Cómo construiría, si no supiese quién soy? Me miro al espejo y me reconozco y, entonces, mi actitud frente al mundo cambia. Si hoy consigo dar la verdadera imagen de mí misma, tengo toda mi fortaleza y seguridad dispuesta a salvarme el día. Si soy yo, si me muestro yo, tengo esa ventaja frente al mundo. Con mi mirada, no hay nada externo que no pueda construir.

La peluquera se va y yo, espero. Es decir, abro el libro de nuevo. Rebecca Solnit me cuenta cómo Orwell, aunque profundamente político, escribía obsesivamente sobre su jardín, que amaba. No había día que dejara de hacerlo y, si no podía un día, su mujer o su hermana se encargaban de que su diario de jardinería no perdiera detalle del día. Nunca de forma poética, política o metafórica: simple y llanamente los detalles acerca de los avances de sus flores y frutos. Y llega lo interesante, Solnit dice:

 

Cabe entenderlas como lo contrario de la escritura. Escribir es un asunto brumoso: una nunca está del todo segura de lo que está haciendo, de cuándo acabará lo que tiene entre manos, de si lo ha hecho bien ni de qué recepción tendrá meses, años o décadas después de que lo haya terminado. Lo que hace la literatura, si es que hace algo, es en gran medida imperceptible […]. Como escritora, una se retira y desconecta del mundo a fin de conectar con él de un modo más amplio […]. Lo vívido de la literatura no reside en cómo afecta a los sentidos, sino en cómo actúa en la imaginación (Solnit, 2022, pág. 59-60).

 

Para Solnit, la escritura nos abstrae, nos distancia del mundo, nos coloca interrogantes, dudas, malestar, incertidumbre. ¿Por eso me apasiona la cocina? Siempre quise tener un jardín, pero no tengo ni balcón. Tengo un ficus (está hermoso, se llama Banana, por Banana Yoshimoto), pero no hay espacio para mucho más. Se me han muerto muchas plantas, pero me encantaría aprender. En cambio, la cocina… Cocinando vivo en el presente. Me fija, me arrastra a la realidad. Toco las verduras, las huelo, las saboreo, las veo. «Un jardín ofrece lo contrario de las incertidumbres inmateriales de la escritura. Es algo vívido para todos los sentidos, un espacio de esfuerzo físico, de ensuciarse» (Solnit, 2022, pág. 60). Creo esos sentidos (como creo mi identidad, a fuego lento) y solo existen en este instante. Me mancho las manos: esta es mi realidad. Mi presente. Tengo frutos, como en la jardinería. No me da dudas: me consuela. Pero también me inspira, igual que pasear por la naturaleza. ¿Por eso da tanta paz, porque escribo? La escritura me vuelve voluble, me moldea, me hace perder la cabeza, consigue perderme, no sé qué digo ni qué soy ni qué sentimiento está tratándose de expresar ahora. Va más deprisa que mis manos, toma otros rumbos. La comida, en cambio, está aquí, borboteando, ablandándose, homogeneizándose con el resto de ingredientes, cogiendo una parte de mí (¿de mi cariño, de mi ternura quizás? ¿de mi estrés, de mi enfado si tengo un mal día?) y haciendo que se mezcle con el resto de alimentos, que espese la salsa, o la especie. Está aquí, depende de mis manos. La peluquera se quita los guantes y veo que se le han quedado las uñas negras, del tinte. Me lleva a la pica para lavarme la cabeza y un ¿padre? con su ¿hijo? entran. ¿Estará molesta la peluquera (eh, tampoco sé su nombre) porque se hayan adelantado, si es que se han adelantado, o triste porque no tendrá ni un minuto para descansar en cuanto acabe conmigo? ¿Le gustará su trabajo, ensuciarse las manos? ¿Escribirá?

 

 

Bibliografía

Solnit, R. (2022). Las rosas de Orwell. Barcelona: Lumen.

Valente (2021). Poesía completa (4ª edición; A. Sánchez Robayna, Ed.). Barcelona: Galaxia Gutenberg.



[1] «Vestido de blanco. / Vestido de blanco estoy ante los ojos / de quien me ama y de quien no me ama, / poso en fin ante nadie o ante la nada / o ante la pupila transparente / que nunca veo y que me ve. / ¿Posaré así sin fin ante la muerte? / Las flores de la acacia amarillean pronto / en los montes lejanos / de la niñez. / ¿Estoy vestido así / para morir? / Una gran onda larga en la fotografía / que el tiempo ha demudado / cae / sobre mi frente, pálida / la frente, artificial / la onda, digo, / si artificial pudiera ser lo hecho / con amor. / Y te oigo, madre, / raíz de tanto, / llegar del otro lado de la noche. / Tú me tiendes la rama dorada. / Pongo mi pie desnudo en el umbral» (Valente, 2021, pág. 418-419).

viernes, 6 de mayo de 2022

Un poema y un recuerdo


«Como un árbol», de Piedad Bonnett

 

Como un árbol que agradece la lluvia

desplegando sus ramas

así empapada yo de tu deseo

florecí de palabras.

Ahora, como un árbol en invierno,

desnuda, despojada,

quiero hundir mis raíces en la tierra,

beber su savia.

Y callar como un árbol. Vestirme de silencio

para oír lo que dentro de ti chisporrotea

y sin hablar habla.

 

El azar me llevó ayer en la biblioteca a este poema. Le saqué una foto y recé por que estuviese en mi antología de la poeta, que tengo en casa todavía sin leer. Ahora me he acordado de ella (así, de repente, ha venido el poema a mi mente, como si algo en mi sangre me hubiera iluminado el olvido de mi mente, envenenándome de esos versos) y he ido a consultar mi antología. No me sorprende la respuesta: no está. Así que aquí lo comparto, para no olvidarme de él.

 

 

Bibliografía

Bonnett, P. (2016). Poesía reunida. Barcelona: Lumen.

miércoles, 4 de mayo de 2022

Ventana a la inspiración

 

Ayer fuimos a ver La isla de Bergman. Durante esos 112 minutos, frente a un calor horrible en una sala sorprendentemente llena de gente, no paré de pensar. Los protagonistas, un matrimonio, van a la isla Fårödonde vivió Ingmar Bergman en busca de inspiración. Ellos buscaban inspiración y yo, sin buscarla, encontré la mía. Fue por el paisaje (creo): 112 minutos de mar, árboles centenarios, antiguas casas de madera, hierbas altas, nubes bajas, mar, piedra siendo devorada despacio por las olas, mar, ¿he dicho mar? La protagonista escoge un pequeño rincón que hay en el molino para escribir. Veo su tinta azul claro sobre el papel blanco, cada vez menos blanco, y cómo ella mira a través de la pequeña ventana del molino por la que se ve la casa en donde su marido trabaja también. El viento... Las cortinas de la casa acarician las paredes y la madera cruje, la tierra de fuera parece algo blanda... la hierba alta, parece que arropa los pies que la pisan. No paraba de pensar en escribir. También aumentó mi ansia por la papelería, algo que jamás tuve antes de conocer a Ane (esta tarde iremos a por bolis, todo es culpa de esta película).  



Casa de Bergman, en Fårö (con el molino a lo lejos) 

 

Cementerio de Fårö (donde está enterrado Bergman) 



Hubo una conversación (porque esta película es de conversaciones) que no me saco de la cabeza aún ahora, una noche más tarde de haberla visto. La pareja hablaba, junto con otro grupo de gente, sobre las películas de Bergman. Sobre su crueldad, su atrocidad, su horror. «¿Por qué no habla sobre la ternura, o sobre la felicidad?», dice la protagonista. «Especialmente rodeado de todo esto». El paisaje vive en mi mente porque cuando me imagino un lugar inspirador, un lugar que pide escribir en él (no solo ser escrito, sino escribir en él, inspirarse en él) solo puedo pensar en un lugar así. La calma, la paz, el... cariño que desprende. Y no escribe sobre ternura. Rodeado de tanta... no escriba sobre ternura. El marido apenas le responde, creo que no le sorprende, creo que no entiende por qué querría hablar sobre ternura. No me saco ese diálogo de la cabeza porque creo que hablar sobre la ternura es el único tema verdaderamente importante. Porque no dejo de hablar de ella, de pensar en ella. ¿Será algo inherente en lo ‘femenino’, si es que existe algo así? Siempre me ha chirriado esa clasificación de ‘literatura masculina’ y ‘literatura femenina’ porque la literatura es universal, y la gran literatura no es la que está escrita solo por hombres. Grandes mujeres escriben gran literatura y, de hecho, sin nada que envidiarles a los escritores hombres. Hablar de todo esto cuando yo misma siento tan lejos de mí el binarismo me suena chirriante, pero en fin, el caso es que no pocas autoras han intentado indagar sobre si realmente existe literatura ‘femenina’. La verdad es que, aunque odie decirlo, es evidente que hay temas (aún sin ser puramente femeninos, porque no creo que nada pueda ser puramente nada) los escritores hombres pocas veces se interesan por ellos. Entra ahí el aborto, la maternidad, el machismo, el patriarcado, y por qué no: la ternura. Y creo que eso es solo debido a nuestro crecimiento en esta sociedad, colmado de nuestra obligación a los cuidados, a cuidar. A dejarnos al margen por los otros, a la generosidad. ¿Por eso, quizás, me interesa tanto hablar de ternura y a Bergman no, a pesar de semejante paisaje? No dudo que Bergman fuera tierno. Orwell escribía rabiosamente sobre política, siempre. Apenas se le conoce por otra cosa, y ahí está Rebecca Solnit con su libro Las rosas de Orwell para hablar de su afición por las plantas, por las rosas, por el paisaje, por la naturaleza. En fin: por la ternura. ¿Orwell era tierno? ¿Por qué nadie se interesa por esa faceta suya? ¿Es, acaso, menor la ternura? No lo creo. No, al menos, para mí. 

La protagonista, que en realidad no es escritora sino directora («odio escribir» dice en un momento de la película), crea su lugar de trabajo en el molino, como ya he dicho, en una pequeña mesa de madera que da a una pequeña ventana. Y por la ventana, mira. No es casualidad que, hablando sobre esa mal llamada (¿o bien llamada?) ‘escritura femenina’, Martín Gaite llamara Desde la ventana a su ensayo sobre, precisamente, este tema.  

 

La primera de estas conferencias, de donde salió la idea de las demás, se me ocurrió a partir de una intuición, más poética que teórica, sobre el significado que los espacios interiores pueden aportar como espoleta de fantasía para la mujer recluida en ellos. Dentro de estos espacios, la ventana se me apareció como un elemento fundamental, casi como un símbolo (Martín Gaite, 1999, pág. 33). 


En esta primera conferencia a la que hace referencia la autora, habla sobre la identidad de las mujeres alrededor de la literatura. Personajes femeninos que se desmayan mucho, son enamoradizas, y poco más. Y sobre cómo las escritoras intentan hacerse hueco, tan difícilmente. Pero con mucha cabezonería. Las ventanas eran esos lugares por los que se asomaban para ver a sus amantes, para mostrarse al mundo, para dejarse ver. Eran esos lugares donde podían imaginar cómo es el exterior, creerse fuera, aunque siguiesen dentro. La autora habla del término «ventanera» usado en la época para referirse a las mujeres de forma negativa. Según explica, se atribuía la «liviandad a las mujeres ventaneras» (Martín Gaite, 1999, pág. 49). Es decir, las mujeres ventaneras (y teniendo en cuenta las circunstancias, la época y el tipo de personaje femenino que existía entonces en la literatura, mujeres ventaneras quería decir mujeres, a secas) se relacionaban únicamente con lo banal, lo superficial, lo poco serio. ¿Es, la protagonista de esta película, una mujer ventanera? ¿Lo es si, además, desea hablar sobre la ternura? 

Me atrevo a decir, apoyándome no sólo en mi propia experiencia, sino en el análisis de muchos textos femeninos, que la vocación de escritura, como deseo de liberación y expresión de desahogo, ha germinado muchas veces a través del marco de una ventana. La ventana es el punto de enfoque, pero también el punto de partida (Martín Gaite, 1999, pág. 51-52). 




La ventana y la protagonista de La isla de Bergman 



Es, a través de esa ventana (o gracias a ella), como la protagonista (que, por cierto, casi al final de este relato lo digo, se llama Chris) encuentra al fin la inspiración. Encuentra una historia. Una que quizás es la suya. Pero solo a través de la ventana la ve, la ve y la mira. Y la entiende. A través de esa ventana, donde se ve un paisaje sueco tan apacible, es donde consigue encontrarse lugar. Es por donde mira, pero también por donde comienza. Ahí se da comienzo. Martín Gaite cita estos versos de Rosalía de Castro que evocan su casa en Padrón; un paisaje que, aunque no sea sueco, por alguna razón me evoca lo mismo: esos árboles centenarios (que han visto y vivido más de lo que sabremos y viviremos nosotros), esa hierba tan verde, tan blanda... esa humedad en el ambiente y el mar cerca, siempre el mar... 

Yo desde mi ventana,

que azotan los airados elementos,

regocijada y pensativa escucho

el discorde concierto

simpático a mi alma...

¡Oh, mi amigo el invierno!

 

Leyendo todo esto recuerdo que antes de que Rosalía de Castro muriera de cáncer, tendida en su cama en ese pueblo de Galicia en el que el agua más cercana es un río, (pues el mar queda bastante más lejos) le dijo a su hija, completamente enferma y delirante pero, quizás, muy lúcida: «Abre la ventana, que quiero ver el mar». 



La casa de Rosalía de Castro ahora, un museo 


Paisaje de Padrón, Galicia (sin ser sueco, tiene algo...) 


 


Bibliografía 

Martín Gaite, Carmen (1999). Desde la ventana (3a ed.). Madrid: Editorial Espasa Calpe.

Soledad y el mar

  Hacía ya un tiempo que no conseguía ordenar mi cabeza. El calor me seca el cerebro. No soy capaz de pensar, o no con propiedad. Pienso dem...