Adoro a Deborah Levy. Las suyas fueron las primeras memorias que leí hace unos cuantos años y me enamoré de ella. Cogí sus dos primeros libros hasta entonces publicados (Cosas que no quiero saber y El coste de vivir) de la biblioteca, porque sentía que todo el mundo estaba hablando de ella muy bien, pero no estaba segura de si me interesaba. Pero la curiosidad podía conmigo. Creo que la curiosidad es una de las cosas más importantes de mi personalidad, creo que podría explicar prácticamente todos mis actos (hasta los contradictorios) por la curiosidad. Es mi fortuna y mi gran desgracia, pero creo que ella articula mi actitud frente al mundo y creo que de alguna forma me hace ser humilde y honesta conmigo misma. Me hace querer saber y siempre creerme ignorante frente al abismo del conocimiento, que crece más y más grande delante de mí. Es aplicable a cualquier rama del mundo, cualquier faceta, cualquier característica, cualquier afición y no afición. Cocino con carne y pescado a veces aunque defienda el vegetarianismo por culpa de la curiosidad, leo o veo cosas que sé de antemano que no me van a enamorar por la curiosidad, escucho a mi alrededor, también, por esa curiosidad. Es una sed insaciable, y siempre hay agua cerca. El caso es que Deborah Levy no se libró de mi curiosidad y cogí sus dos primeros volúmenes de su Autobiografía en construcción con una profunda (y algo escéptica) curiosidad. Y vaya: me enamoré perdidamente. Su forma de escribir, algo que no había visto en nadie hasta entonces, desde el yo, desde la vulnerabilidad, desde la cotidianidad, pero también desde la poesía y la belleza. Todo lo que me contaba me interesaba, me parecía una mujer cultísima y muy inteligente. Quería saber de su vida, quería que charlara conmigo. Me acabé esos dos libros en un suspiro y página tras página me arrepentí de que no fueran míos para poder subrayarlos y marcarlos con mis deseos y enamoramientos. Me dije: en cuanto ahorre un poco, me los compro. Pero nunca llegaba el momento, siempre aparecía un libro nuevo, y otro, y otro más. Hace pocos meses salió, después de todos esos años, el último volumen de sus memorias (desde que me acabé los dos primeros, de cuando en cuando me metía en Google en busca de alguna noticia que me desvelase cuándo saldría por fin el tercero, sin respuesta). Entramos en una librería y vi que, antes de que editaran el ejemplar traducido en castellano (creo que lo editaron en enero y yo fui a esa librería antes de navidades), habían editado no solo ese último libro sino los tres, juntos, en un único volumen, en catalán. Vi a la autora en la portada y lo cogí con fuerza, no podía irme de allí sin él. En ese momento no estaba muy acostumbrada a leer en catalán pero después se convertiría en algo más normal: me compré también una edición con las memorias de Vivian Gornick en catalán, la autobiografía de Rebecca Solnit y también Els anys de Annie Ernaux, ya difícil de encontrar en castellano (he de decir que el hecho de que fueran la mayoría de Angle Editorial era un gran impulso, lo bien que se abren esos libros hace que quiera leerlos con muchísima más ansia). En fin: lo devoré. Y me encantó. Ahora cada vez que veo unos zapatos elegantes, cerrados, con tacón bajo y de colores, me acuerdo de Deborah Levy y pienso en si esos le gustarían o no. El caso es que, por culpa de Solnit (y de la curiosidad, por supuesto), cogí de la biblioteca los ensayos completos de Orwell y, ojeándolos, vi que estaba el de «Por qué escribo», ensayo al que responde Levy en su primer libro, Cosas que no quiero saber. En su momento no sabía a qué respondía o por qué, pero hoy, después de haberme leído el ensayo (y muchos olvidos más tarde de haberme leído el libro de la autora), he cogido el libro de Levy y me he dado cuenta de que cada uno de los capítulos de ese libro responden a los cuatro motivos que da Orwell para escribir, que son los siguientes:
Egoísmo puro y duro: «deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno» (Orwell, 2013, pág. 783). Básicamente: el ansia por el reconocimiento.
Entusiasmo estético: «el placer ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una buena prosa, ante el ritmo de un buen relato» (Orwell, 2013, pág. 783).
Impulso histórico: «deseo de ver las cosas como son, de hallar cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad» (Orwell, 2013, pág. 784).
Propósito político: «el deseo de propiciar que el mundo avance en una dirección determinada» y ojo «no hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político. La opinión de que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener que ver con ella, es en sí misma una actitud política» (Orwell, 2013, pág. 784).
Deborah Levy, en sus memorias, habla de feminismo, de
racismo, de su belleza y de su dolor. De lo que le obliga a escribir y de lo
que le hace permanecer en la tierra. Habla de su vida, pero su vida tiene un
uso, su vida es una herramienta útil que utilizar para hablar del propio
proceso de escritura. Sin la escritura, ¿viviría? Sin creerme yo Deborah Levy
ni ser nada de eso yo, como diría la vecina de Valencia, mi impulso demoníaco
(usando la idea que el mismo Orwell menciona más adelante en su ensayo) por la
escritura me impulsa a responder, en cierta manera y menos interesantemente que
Levy a estas cuatro razones. Por un lado, en cuanto al egoísmo puro y duro,
Orwell también dice: «la gran mayoría de los seres humanos no exhiben un
egoísmo muy acentuado. Pasados los treinta, más o menos, renuncian a la
ambición personal» (Orwell, 2013, p.783). Recuerdo algo que me dijo Pilar, una
profesora muy querida, hace unos cuantos años. Me explicaba que ella, como yo,
estudió Filología Hispánica y su idea era presentarse para ser bibliotecaria.
Leía muchísimo ya desde entonces, evidentemente, y lo que más le interesaba era
rodearse de libros. Pero un amigo la apuntó para las oposiciones de profesora
y, como si fuese un destino ya insustituible, un camino trazado imposible de
esquivar por más empeño que una ponga, se presentó y las aprobó. Se armó de
paciencia para aguantar a críos en los institutos y allí se quedó. Y ahí fue
cuando me lo dijo, hablando de un señor que debía ser antes profesor y ahora
aspiraba a director o quizás ya lo era, no recuerdo bien, ¿quizás escribía? O
quizás estoy confundiendo una persona con otra, y ella se refería al profesor
escritor… La verdad es que no lo sé, el olvido es parte de mi personalidad
también, tanto como la curiosidad. Quizás una alimenta a la otra… El caso es
que, hablándome de esta persona cuya identidad tengo profundamente desdibujada,
me dijo: es que los hombres son muy ambiciosos, no se conforman, no saben vivir
sin grandes aspiraciones en mente… Me sorprendió porque creo que pensé: yo sí
soy ambiciosa, yo sí tengo aspiraciones. No sé si las tenía o no, creo que
nunca tuve grandes sueños, pero estaba segura, al menos en ese momento, que la
conformidad no era lo mío. Ahora, bastantes años más tarde entiendo a lo que se
refería. La cotidianidad es muy preciada. Tener la suerte de poder vivir una
rutina y una comodidad dentro de ella, es algo muy codiciado. Por supuesto
entra aquí también la educación y el patriarcado: las mujeres siempre tienen
muchas cosas que hacer, siempre tienen algo. Sus maridos, si ellas se ocupan de
tantas cosas, ¿qué hacen? Deben ocupar su tiempo con falsas ambiciones, pero
sentirse ocupados y útiles, aunque no lo sean en absoluto. ¿Es algo relacionado
con la creatividad, el ser profundamente ambicioso? Porque está claro que,
aunque contradiga a Pilar, no tiene que ver con el género, aunque entiendo a
qué se refería, y razón no le faltaba. ¿Para quién escribimos? ¿A quién podría
interesarle mi experiencia, es acaso universal? ¿Puedo ser universal yo como
individuo individual? Si escribo para alguien, entonando ya la tercera razón de
Orwell, es, en realidad, para mí misma. Si la literatura tiene alguna función,
la mía, para mí, es la de darme sentido. Entenderme, justificarme. Pero no para
nadie, no para que otros sepan algo de mí. Sino para saber, yo misma, algo de
mí. Para conocerme, aprenderme. Y sobre todo: para no olvidar. Escribo para
recordar qué es el dolor, cuál es mi dolor, y por qué no lo siento (o por qué
sí). Si no lo hiciera, ¿podría ser feliz? ¿valoraría mi felicidad? Hablo desde
mi sangre, desde mis entrañas, desde mi horror, pero también desde mi ternura,
mi hambre, mi cariño, mis pasiones y mis deseos (es algo que he aprendido ahora…).
Todos ellos me forman y yo, soy olvidadiza: quiero asegurarme de no perderlos.
Porque, quizás, si los pierdo también me pierdo a mí misma. Si me olvido de mí
misma, ¿desapareceré? ¿Quién seré? Cuando una persona que padece de alzhéimer
empieza a olvidar, ¿a dónde va? Su cuerpo está ahí, pero es como si su alma se
desdibujara. ¿Tanta importancia tiene la memoria? ¿Está nuestra personalidad
inserta en los recuerdos? Escribo para rastrearme, para ver las lágrimas que se
grabaron en mi piel, para no cegarme, para dolerme, para llenarme de placer. Escribo
para dejar mi historia, ¿para otros, para mí? Soy el rastro de una tristeza, de
una casa vacía, quemada, de una soledad, de un hueco, de una sangre, de un
agujero en la tierra, sin flor, sin agua, sin luz. Ahora quiero que crezca,
ahora soy yo la que planta (ya no el agujero). Escribo para ser mi luz, mi
agua, para ver los brotes, para verme crecer. Y quizás me quede, quizás, cuando
me muera, otros puedan verme, cobijarse en mi sombra, sentirse abrazada en mi
cariño, en mis ramas, en mi trocito de tierra protegido del sol. Quizás yo, con
mi dolor inscrito en la tierra que ya empieza a florecer, pueda ayudar a otros,
pueda florecer a otros, pueda proteger a otros. O no. Pero ya habré crecido. Y
muerto, y mis hojas y flores seguirán ahí, arraigadas en la tierra, muy
fuertes, muy agarradas, imposibles de arrancar… Una casa. Un sitio donde
quedarse…
¿Y qué puede haber más bello que unas flores? Qué hay
más eterno, y a la vez más caduco… Lo que nos llama siempre es la belleza. «Aguantad,
aguantad la belleza» (Carson, 2019, p. 207). Siempre pensé que si me quedaba
aquí, si aguantaba, era por el arte. Por la belleza, por emocionarme, por
maravillarme ante todo lo que se presentaba ante mis sentidos. Una de mis
partes favoritas de la escritura es precisamente cuando leo lo que he escrito,
una vez ha pasado algo de tiempo desde su escritura. Especialmente cuando he
olvidado (el olvido, de nuevo…). Sentir que lo que he escrito es bello, que he
conseguido crear un poquito de belleza, es lo que más placer me da del proceso
de escritura. ¿Escribo para darme placer? Impedir el olvido, crear algo bello
de todo el vacío, sentir que hay un lugar para mí… ¿será eso lo importante?
Y, por supuesto, la última: todo es político. Para mí,
siempre lo ha sido. Como lectora, mis tres reglas para medir la perfección de
una obra son: escritura poética, relación forma-fondo e historia política
(feminista, de género, sobre el racismo, etc.). Toni Morrison se alza como la
reina de esas reglas, para mí. Junto con Al faro de Virginia Woolf, la
primera obra en la que pienso cuando hablo de relación forma-fondo. Soy
consciente de no decir nada nuevo aquí: como dice Orwell, lo no político es
político también. Aunque leyera hoy este ensayo, estos pensamientos
relacionados con la política siempre habían estado en mi mente.
No sé si Orwell tenía razón. No sé cuál es mi razón. ¿Habrá
alguna? El primer recuerdo que tengo acerca de mi escritura es cuando una
profesora, en primero de la ESO, nos hizo escribir un pequeño relato de
fantasía relacionado con la biología. Me inventé una historia de células
marinas, una boda rota y una historia de amor. Me gustó tanto que decidí que
era el momento de cambiar esas células por personas humanas y seguir esa historia.
Me divertía, creaba vidas, creaba historias, ahí había romances como los que a lo
mejor en ese momento soñaba con tener. O amigas con las que soñaba hacer
grandes planes que no podía hacer. Recuerdo que esa primera historia (que todavía
conservo y cuyo título no tiene ninguna pérdida: Hasta que la muerte nos
separe, haciendo referencia al fatal y mortal final por el que termina la
boda con la que da comienzo la novela) el dinero no parecía existir: todos los
personajes tenían suficiente dinero como para irse de viaje improvisado a las
islas Fiji, al hotel más lujoso que existía (uno bajo el mar, con habitaciones
acristaladas por las que podías ver los peces y la fauna marina, gran labor de
investigación la mía, ojo) y tenían amigas empresarias porque claro, ¿quién no
tiene una amiga empresaria multimillonaria? Soñaba, y me imaginaba viviendo las
vidas de los personajes. Escapaba. Esperaba. Luego me di cuenta de que escapaba
y empecé a escribir sobre la imposibilidad de escapar. Historias siniestras,
tétricas, macabras, historias que eran pesadillas y que veía por todas partes a
mi alrededor, constantemente. Mi imaginación no tenía límites ni tampoco mi inspiración.
Y escribiendo, lloraba. Las letras eran mis lágrimas y mi única forma de desahogo.
Escribía porque me dolía. No sé si trataba de mitigar el dolor, o ser más
consciente de él. Pero no dejaba de escribir. Ahora, mucho después, cuando ese
dolor se ha enfriado pero forma parte de mí como lo hace mi riñón o mis
pulmones, escribo. Sigo escribiendo. No se me ha ido el impulso, sigue ahí, sea
el que sea. Escribo, y ahora necesito relatar mi ternura, necesito hablar de
ese dolor que controlo yo, que sé cuándo viene y cuándo se va, que domino yo y
no al revés. Al final del ensayo, Orwell afirma: «sin embargo, también es
cierto que no se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una
anulación constante de la propia personalidad» (Orwell, 2013, pág. 787). No sé cuál
es mi impulso, ni cuál es mi razón, pero sé que si escribo es porque existo,
porque respiro, porque padezco y porque siento placer. Porque estoy aquí, en
este instante, y mis sentidos sienten y mi cuerpo pesa, junto con mi alma.
Siento el mundo, soy parte de él. Si no fuese yo, si no estuviese aquí, si no
pensase ni sintiese, ¿cómo, la escritura? ¿A dónde iría esa escritura? Estoy
segura de que si algo forma parte de mí y algo da definición a mi personalidad
es mi historia, de dónde vengo y lo que he sentido hasta este instante. Y todo
ello, de alguna u otra forma, busca el camino para colarse en cada uno de mis
textos. Yo decido poco en ese trabajo: mis manos van deprisa, mil pensamientos habitan
mi mente, y mis recuerdos, mi memoria… Si anulo mi personalidad, ¿por qué
querría recordar?
Soy olvidadiza y curiosa. Soy un hueco en la tierra
con raíces crecientes (el agujero era grande: hay espacio). No sé qué me hace
fortalecerme, enredarme, seguir hacia abajo, muy abajo, arraigarme hasta lo más
profundo de la tierra. Pero sigo haciéndolo. Algo tira de mí hacia la
escritura. Va más allá de la razón, más allá de los sentidos, más allá de lo
entendible. Escribo. Y con eso basta.
Los zapatos de Levy, siempre que veo unos así…
Bibliografía
Carson, Anne (2019). La belleza del marido.
Barcelona: Lumen.
Orwell, G. (2013). Ensayos. Barcelona: Debate.

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