Ayer fuimos a ver La isla de Bergman. Durante esos 112 minutos, frente a un calor horrible en una sala sorprendentemente llena de gente, no paré de pensar. Los protagonistas, un matrimonio, van a la isla Fårö, donde vivió Ingmar Bergman en busca de inspiración. Ellos buscaban inspiración y yo, sin buscarla, encontré la mía. Fue por el paisaje (creo): 112 minutos de mar, árboles centenarios, antiguas casas de madera, hierbas altas, nubes bajas, mar, piedra siendo devorada despacio por las olas, mar, ¿he dicho mar? La protagonista escoge un pequeño rincón que hay en el molino para escribir. Veo su tinta azul claro sobre el papel blanco, cada vez menos blanco, y cómo ella mira a través de la pequeña ventana del molino por la que se ve la casa en donde su marido trabaja también. El viento... Las cortinas de la casa acarician las paredes y la madera cruje, la tierra de fuera parece algo blanda... la hierba alta, parece que arropa los pies que la pisan. No paraba de pensar en escribir. También aumentó mi ansia por la papelería, algo que jamás tuve antes de conocer a Ane (esta tarde iremos a por bolis, todo es culpa de esta película).
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Casa de Bergman, en Fårö (con el molino a lo lejos)
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Cementerio de Fårö (donde está enterrado Bergman)
Hubo una
conversación (porque esta película es de conversaciones) que no me saco de la
cabeza aún ahora, una noche más tarde de haberla visto. La pareja hablaba,
junto con otro grupo de gente, sobre las películas de Bergman. Sobre su
crueldad, su atrocidad, su horror. «¿Por qué no habla sobre la ternura, o sobre
la felicidad?», dice la protagonista. «Especialmente rodeado de todo esto». El
paisaje vive en mi mente porque cuando me imagino un lugar inspirador, un lugar
que pide escribir en él (no solo ser escrito, sino escribir en él, inspirarse
en él) solo puedo pensar en un lugar así. La calma, la paz, el... cariño que
desprende. Y no escribe sobre ternura. Rodeado de tanta... no escriba sobre
ternura. El marido apenas le responde, creo que no le sorprende, creo que no
entiende por qué querría hablar sobre ternura. No me saco ese diálogo de la
cabeza porque creo que hablar sobre la ternura es el único tema verdaderamente
importante. Porque no dejo de hablar de ella, de pensar en ella. ¿Será algo
inherente en lo ‘femenino’, si es que existe algo así? Siempre me ha chirriado
esa clasificación de ‘literatura masculina’ y ‘literatura femenina’ porque la
literatura es universal, y la gran literatura no es la que está escrita solo
por hombres. Grandes mujeres escriben gran literatura y, de hecho, sin nada que
envidiarles a los escritores hombres. Hablar de todo esto cuando yo misma
siento tan lejos de mí el binarismo me suena chirriante, pero en fin, el caso es que no pocas autoras han intentado indagar sobre si
realmente existe literatura ‘femenina’. La verdad es que, aunque odie decirlo,
es evidente que hay temas (aún sin ser puramente femeninos, porque no creo que
nada pueda ser puramente nada) los escritores hombres pocas veces se interesan
por ellos. Entra ahí el aborto, la maternidad, el machismo, el patriarcado, y
por qué no: la ternura. Y creo que eso es solo debido a nuestro crecimiento en
esta sociedad, colmado de nuestra obligación a los cuidados, a cuidar. A
dejarnos al margen por los otros, a la generosidad. ¿Por eso, quizás, me
interesa tanto hablar de ternura y a Bergman no, a pesar de semejante paisaje?
No dudo que Bergman fuera tierno. Orwell escribía rabiosamente sobre política,
siempre. Apenas se le conoce por otra cosa, y ahí está Rebecca Solnit con su libro Las rosas de
Orwell para hablar
de su afición por las plantas, por las rosas, por el paisaje, por la
naturaleza. En fin: por la ternura. ¿Orwell era tierno? ¿Por qué nadie se
interesa por esa faceta suya? ¿Es, acaso, menor la ternura? No lo creo. No, al
menos, para mí.
La
protagonista, que en realidad no es escritora sino directora («odio escribir»
dice en un momento de la película), crea su lugar de trabajo en el molino, como
ya he dicho, en una pequeña mesa de madera que da a una pequeña ventana. Y por
la ventana, mira. No es casualidad que, hablando sobre esa mal llamada (¿o bien
llamada?) ‘escritura femenina’, Martín Gaite llamara Desde
la ventana a su ensayo
sobre, precisamente, este tema.
La primera de estas conferencias, de donde salió la idea de
las demás, se me ocurrió a partir de una intuición, más poética que teórica,
sobre el significado que los espacios interiores pueden aportar como espoleta
de fantasía para la mujer recluida en ellos. Dentro de estos espacios, la
ventana se me apareció como un elemento fundamental, casi como un símbolo
(Martín Gaite, 1999, pág. 33).
En esta primera conferencia a la que hace referencia la autora, habla sobre la identidad de las mujeres alrededor de la literatura. Personajes femeninos que se desmayan mucho, son enamoradizas, y poco más. Y sobre cómo las escritoras intentan hacerse hueco, tan difícilmente. Pero con mucha cabezonería. Las ventanas eran esos lugares por los que se asomaban para ver a sus amantes, para mostrarse al mundo, para dejarse ver. Eran esos lugares donde podían imaginar cómo es el exterior, creerse fuera, aunque siguiesen dentro. La autora habla del término «ventanera» usado en la época para referirse a las mujeres de forma negativa. Según explica, se atribuía la «liviandad a las mujeres ventaneras» (Martín Gaite, 1999, pág. 49). Es decir, las mujeres ventaneras (y teniendo en cuenta las circunstancias, la época y el tipo de personaje femenino que existía entonces en la literatura, mujeres ventaneras quería decir mujeres, a secas) se relacionaban únicamente con lo banal, lo superficial, lo poco serio. ¿Es, la protagonista de esta película, una mujer ventanera? ¿Lo es si, además, desea hablar sobre la ternura?
Me atrevo a decir, apoyándome no sólo en mi propia
experiencia, sino en el análisis de muchos textos femeninos, que la vocación de
escritura, como deseo de liberación y expresión de desahogo, ha germinado
muchas veces a través del marco de una ventana. La ventana es el punto de
enfoque, pero también el punto de partida (Martín Gaite, 1999, pág. 51-52).
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La
ventana y la protagonista de La
isla de Bergman |
Es, a través de esa ventana
(o gracias a ella), como la protagonista (que, por cierto, casi al final de
este relato lo digo, se llama Chris) encuentra al fin la inspiración. Encuentra
una historia. Una que quizás es la suya. Pero solo a través de la ventana la
ve, la ve y la mira. Y la entiende. A través de esa ventana, donde se ve un
paisaje sueco tan apacible, es donde consigue encontrarse lugar. Es por donde
mira, pero también por donde comienza. Ahí se da comienzo. Martín Gaite cita
estos versos de Rosalía de Castro que evocan su casa en Padrón; un paisaje que,
aunque no sea sueco, por alguna razón me evoca lo mismo: esos árboles
centenarios (que han visto y vivido más de lo que sabremos y viviremos
nosotros), esa hierba tan verde, tan blanda... esa humedad en el ambiente y el
mar cerca, siempre el mar...
Yo desde mi ventana,
que azotan los airados
elementos,
regocijada y pensativa escucho
el discorde concierto
simpático a mi alma...
¡Oh, mi amigo el invierno!
Leyendo
todo esto recuerdo que antes de que Rosalía de Castro muriera de cáncer, tendida
en su cama en ese pueblo de Galicia en el que el agua más cercana es un río,
(pues el mar queda bastante más lejos) le dijo a su hija, completamente enferma
y delirante pero, quizás, muy lúcida: «Abre la ventana, que quiero ver el mar».
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La
casa de Rosalía de Castro ahora, un museo
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Paisaje
de Padrón, Galicia (sin ser sueco, tiene algo...)
Bibliografía
Martín Gaite, Carmen (1999). Desde la ventana (3a ed.). Madrid: Editorial Espasa Calpe.






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