Esta casa es pequeña, y eso puede ser negativo. Debería
ser negativo. Esta semana hará… ocho meses de que nos mudamos. La casa es
pequeña pero leo y a pocos metros (muy pocos) tú cortas las patatas (crack,
crack) y enciendes el horno (suena ese aire interno, y su luz), luego sacas la
bandeja (ese sonido de metal contra metal), colocas las patatas en una bolsa,
echas un poco de aceite y sal y la meneas con tus manos. Echas las patatas
sobre la bandeja, y las esparces, tiras la bolsa y metes la bandeja (metal
contra metal). Cortas la sandía (crack, crack). Llevas una diadema en el pelo
(«es que me da calor el flequillo») y nos hemos mirado a los ojos tanto durante
estas horas que no sé si existo o sueño (como leo en «El balneario», me vuelvo
loca como su protagonista, o solo sueño como ella, no sé, ¿soñaré? ¿soñará
ella?). «Qué jugosa», me miras para que te mire y levantas el cuchillo rojo
sobre la tabla, del que se desprenden un montón de gotitas. Recuerdo eso que
acabo de leer: «antes de nada miré a Carlos, para orientarme, como cuando se
despierta uno y mira el reloj» (Martín Gaite, 2010, pág. 20). Eso hago cada
mañana. Pero ya no miro el reloj... Mi tiempo no se ve ahí. Mi norte, mi lirio blanco, la esperanza, el único sentido... El hueco, enterrado, lleno de tierra, lleno de raíces. Mira las flores, siempre las flores... Te gustan las flores. Por eso plantaste un rosal aquí. Y yo, echo raíces.
Bibliografía
Martín Gaite, C. (2010). El balneario. Madrid:
Siruela.

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