Entro a la peluquería y es como si traspasara un
portal a otra dimensión. La peluquería: un espacio de charla, hábitat del papel
de aluminio, donde la vejez no es algo negativo, ni importa apenas el género o
la identidad. Cuando traspaso el umbral (ese espacio de nada, de vacío, «pongo
mi pie desnudo en el umbral» [1], donde
según las Embrujadas habitan duendes o monstruos, esos «espacios
intermedios») veo que aunque el suelo de la peluquería es de la misma baldosa
que la calle, que no cambia el suelo ni hay nada que diferencie el interior del
exterior, más que unos muebles y un cristal, ya no estoy donde antes. La puerta se queda abierta y me piden que
espere. Abro el libro. De vez en cuando se escuchan voces de gente que pasa muy
cerca de la puerta, atisbos de sus conversaciones, segundos de sus intimidades
indescifrables e inentendibles por sí solos. Mientras espero, leo, como
siempre. Entran dos mujeres (una más mayor que la otra) a preguntar a ver si
tienen huecos para hoy o mañana. Todo está completo, imposible. La señora mayor
se va enfadada, la no tan mayor pide hora para el lunes (parece francesa, la
peluquera se dirige a ella como Charlotte; recuerdo que no le he dicho mi
nombre y, de hecho, en ningún momento posterior lo hago. Creo que tengo algún
tipo de problema con el anonimato, no es la primera vez que me pasa algo así:
en mis redes no pone mi nombre en ningún sitio y muchas veces me ha pasado que, con gente que he
conocido a través de ellas, yo conocía sus nombres pero esas
personas no el mío. Una de mis amigas, que conocía antes solo por Instagram, se
refería a mí a sus otros amigos o a su madre por mi nombre de Instagram o «esa
chica». Tiempo después me confesó que no descubrió mi nombre hasta que un día
dije algo así como «y me dije, Noelia, pero por qué haces tal cosa». Me referí a mí misma en tercera persona y solo entonces lo supo, pero ella no nunca me lo preguntó y yo no me di cuenta de que no podía saberlo. ¿Acaso mi
identidad se reduce a una palabra? ¿Qué dice de mí ese nombre, que es antes
título de una canción que mi biografía, o que la biografía de cualquiera?).
Un día fui a acompañar a una amiga a comprar una
peluca larga negra. Era, precisamente, en otra peluquería, de barrio, la
peluquera hablaba efusivamente con una clienta y el ¿marido? miraba la puerta
de la tienda sentado en una silla. Cuando entramos, un largo pasillo lleno de
pelucas a cada lado nos separa del ¿marido? Mi amiga se probó la peluca y la
pagó. Me sorprendió (y también me sorprendió sorprenderme), porque nadie se
extrañó ni puso ninguna cara especial por que una gótica y una travesti sin
montar estuvieran comprándose una peluca. Después mi amiga me dijo: es que este
es un sitio de referencia para las dragonas, aquí solo compran mujeres negras,
travestis y mujeres blancas que se quieren hacer trenzas. Qué curioso cómo los
espacios obreros y de barrio son los más seguros, los más políticos y
reivindicativos. Lo que hace cada día esa señora, peluquera de un barrio del Raval,
vendiendo a esas clientas es más importante que lo que hacen muchos políticos
en toda su carrera. La peluquería es un espacio de identidad. Mientras me teñía
la peluquera del negro más oscuro que tenía, a mi petición y deseo, me decía:
«madre mía, lo que me hacéis hacer, ¡teñir pelos naturales tan bonitos!». Yo
sonreía. Pero me miraba al espejo y, bajo ese negro azulado que teñía también
la piel más cercana al inicio del cuero cabelludo pensaba: ahí estoy. No sé si
sonreía por ella o por mí. Debajo de toda esa exterioridad con la que he nacido
estoy yo. Intento salir a veces, sacarlo, sacarme, pero no siempre me veo. El
maquillaje, los tatuajes, la ropa. Intentos, todos, de sacar mi interioridad,
de verme; solo busco verme. Cuando vi mi piel tan blanca teñida de negro
azulado, me reconocí. Me construyo, me creo con la mirada, a partir de lo que
sé que soy. «We are all born
naked and the rest is drag», como dice… Es el trabajo de las
personas queer, supongo. ¿Cómo construiría, si no supiese quién soy? Me miro al
espejo y me reconozco y, entonces, mi actitud frente al mundo cambia. Si hoy
consigo dar la verdadera imagen de mí misma, tengo toda mi fortaleza y
seguridad dispuesta a salvarme el día. Si soy yo, si me muestro yo, tengo esa
ventaja frente al mundo. Con mi mirada, no hay nada externo que no pueda
construir.
La peluquera se va y yo, espero. Es decir, abro el
libro de nuevo. Rebecca Solnit me cuenta cómo Orwell, aunque profundamente
político, escribía obsesivamente sobre su jardín, que amaba. No había día que
dejara de hacerlo y, si no podía un día, su mujer o su hermana se encargaban de
que su diario de jardinería no perdiera detalle del día. Nunca de forma
poética, política o metafórica: simple y llanamente los detalles acerca de los
avances de sus flores y frutos. Y llega lo interesante, Solnit dice:
Cabe
entenderlas como lo contrario de la escritura. Escribir es un asunto brumoso:
una nunca está del todo segura de lo que está haciendo, de cuándo acabará lo
que tiene entre manos, de si lo ha hecho bien ni de qué recepción tendrá meses,
años o décadas después de que lo haya terminado. Lo que hace la literatura, si
es que hace algo, es en gran medida imperceptible […]. Como escritora, una se
retira y desconecta del mundo a fin de conectar con él de un modo más amplio […].
Lo vívido de la literatura no reside en cómo afecta a los sentidos, sino en
cómo actúa en la imaginación (Solnit, 2022, pág. 59-60).
Para Solnit, la escritura nos abstrae, nos distancia
del mundo, nos coloca interrogantes, dudas, malestar, incertidumbre. ¿Por eso
me apasiona la cocina? Siempre quise tener un jardín, pero no tengo ni balcón.
Tengo un ficus (está hermoso, se llama Banana, por Banana Yoshimoto), pero no
hay espacio para mucho más. Se me han muerto muchas plantas, pero me encantaría
aprender. En cambio, la cocina… Cocinando vivo en el presente. Me fija, me
arrastra a la realidad. Toco las verduras, las huelo, las saboreo, las veo. «Un
jardín ofrece lo contrario de las incertidumbres inmateriales de la escritura.
Es algo vívido para todos los sentidos, un espacio de esfuerzo físico, de
ensuciarse» (Solnit, 2022, pág. 60). Creo esos sentidos (como creo mi
identidad, a fuego lento) y solo existen en este instante. Me mancho las manos:
esta es mi realidad. Mi presente. Tengo frutos, como en la jardinería. No me da
dudas: me consuela. Pero también me inspira, igual que pasear por la
naturaleza. ¿Por eso da tanta paz, porque escribo? La escritura me vuelve
voluble, me moldea, me hace perder la cabeza, consigue perderme, no sé qué digo
ni qué soy ni qué sentimiento está tratándose de expresar ahora. Va más deprisa
que mis manos, toma otros rumbos. La comida, en cambio, está aquí, borboteando,
ablandándose, homogeneizándose con el resto de ingredientes, cogiendo una parte
de mí (¿de mi cariño, de mi ternura quizás? ¿de mi estrés, de mi enfado si
tengo un mal día?) y haciendo que se mezcle con el resto de alimentos, que
espese la salsa, o la especie. Está aquí, depende de mis manos. La peluquera se
quita los guantes y veo que se le han quedado las uñas negras, del tinte. Me lleva
a la pica para lavarme la cabeza y un ¿padre? con su ¿hijo? entran. ¿Estará
molesta la peluquera (eh, tampoco sé su nombre) porque se hayan adelantado, si
es que se han adelantado, o triste porque no tendrá ni un minuto para descansar
en cuanto acabe conmigo? ¿Le gustará su trabajo, ensuciarse las manos? ¿Escribirá?
Bibliografía
Solnit, R. (2022). Las rosas de Orwell. Barcelona:
Lumen.
Valente (2021). Poesía completa (4ª edición; A. Sánchez
Robayna, Ed.). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
[1] «Vestido de blanco. / Vestido de
blanco estoy ante los ojos / de quien me ama y de quien no me ama, / poso en
fin ante nadie o ante la nada / o ante la pupila transparente / que nunca veo y
que me ve. / ¿Posaré así sin fin ante la muerte? / Las flores de la acacia
amarillean pronto / en los montes lejanos / de la niñez. / ¿Estoy vestido así /
para morir? / Una gran onda larga en la fotografía / que el tiempo ha demudado
/ cae / sobre mi frente, pálida / la frente, artificial / la onda, digo, / si
artificial pudiera ser lo hecho / con amor. / Y te oigo, madre, / raíz de
tanto, / llegar del otro lado de la noche. / Tú me tiendes la rama dorada. /
Pongo mi pie desnudo en el umbral» (Valente, 2021, pág. 418-419).
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