sábado, 7 de mayo de 2022

Manos sucias


Entro a la peluquería y es como si traspasara un portal a otra dimensión. La peluquería: un espacio de charla, hábitat del papel de aluminio, donde la vejez no es algo negativo, ni importa apenas el género o la identidad. Cuando traspaso el umbral (ese espacio de nada, de vacío, «pongo mi pie desnudo en el umbral» [1], donde según las Embrujadas habitan duendes o monstruos, esos «espacios intermedios») veo que aunque el suelo de la peluquería es de la misma baldosa que la calle, que no cambia el suelo ni hay nada que diferencie el interior del exterior, más que unos muebles y un cristal, ya no estoy donde antes. La puerta se queda abierta y me piden que espere. Abro el libro. De vez en cuando se escuchan voces de gente que pasa muy cerca de la puerta, atisbos de sus conversaciones, segundos de sus intimidades indescifrables e inentendibles por sí solos. Mientras espero, leo, como siempre. Entran dos mujeres (una más mayor que la otra) a preguntar a ver si tienen huecos para hoy o mañana. Todo está completo, imposible. La señora mayor se va enfadada, la no tan mayor pide hora para el lunes (parece francesa, la peluquera se dirige a ella como Charlotte; recuerdo que no le he dicho mi nombre y, de hecho, en ningún momento posterior lo hago. Creo que tengo algún tipo de problema con el anonimato, no es la primera vez que me pasa algo así: en mis redes no pone mi nombre en ningún sitio y muchas veces me ha pasado que, con gente que he conocido a través de ellas, yo conocía sus nombres pero esas personas no el mío. Una de mis amigas, que conocía antes solo por Instagram, se refería a mí a sus otros amigos o a su madre por mi nombre de Instagram o «esa chica». Tiempo después me confesó que no descubrió mi nombre hasta que un día dije algo así como «y me dije, Noelia, pero por qué haces tal cosa». Me referí a mí misma en tercera persona y solo entonces lo supo, pero ella no nunca me lo preguntó y yo no me di cuenta de que no podía saberlo. ¿Acaso mi identidad se reduce a una palabra? ¿Qué dice de mí ese nombre, que es antes título de una canción que mi biografía, o que la biografía de cualquiera?).

Un día fui a acompañar a una amiga a comprar una peluca larga negra. Era, precisamente, en otra peluquería, de barrio, la peluquera hablaba efusivamente con una clienta y el ¿marido? miraba la puerta de la tienda sentado en una silla. Cuando entramos, un largo pasillo lleno de pelucas a cada lado nos separa del ¿marido? Mi amiga se probó la peluca y la pagó. Me sorprendió (y también me sorprendió sorprenderme), porque nadie se extrañó ni puso ninguna cara especial por que una gótica y una travesti sin montar estuvieran comprándose una peluca. Después mi amiga me dijo: es que este es un sitio de referencia para las dragonas, aquí solo compran mujeres negras, travestis y mujeres blancas que se quieren hacer trenzas. Qué curioso cómo los espacios obreros y de barrio son los más seguros, los más políticos y reivindicativos. Lo que hace cada día esa señora, peluquera de un barrio del Raval, vendiendo a esas clientas es más importante que lo que hacen muchos políticos en toda su carrera. La peluquería es un espacio de identidad. Mientras me teñía la peluquera del negro más oscuro que tenía, a mi petición y deseo, me decía: «madre mía, lo que me hacéis hacer, ¡teñir pelos naturales tan bonitos!». Yo sonreía. Pero me miraba al espejo y, bajo ese negro azulado que teñía también la piel más cercana al inicio del cuero cabelludo pensaba: ahí estoy. No sé si sonreía por ella o por mí. Debajo de toda esa exterioridad con la que he nacido estoy yo. Intento salir a veces, sacarlo, sacarme, pero no siempre me veo. El maquillaje, los tatuajes, la ropa. Intentos, todos, de sacar mi interioridad, de verme; solo busco verme. Cuando vi mi piel tan blanca teñida de negro azulado, me reconocí. Me construyo, me creo con la mirada, a partir de lo que sé que soy. «We are all born naked and the rest is drag», como dice… Es el trabajo de las personas queer, supongo. ¿Cómo construiría, si no supiese quién soy? Me miro al espejo y me reconozco y, entonces, mi actitud frente al mundo cambia. Si hoy consigo dar la verdadera imagen de mí misma, tengo toda mi fortaleza y seguridad dispuesta a salvarme el día. Si soy yo, si me muestro yo, tengo esa ventaja frente al mundo. Con mi mirada, no hay nada externo que no pueda construir.

La peluquera se va y yo, espero. Es decir, abro el libro de nuevo. Rebecca Solnit me cuenta cómo Orwell, aunque profundamente político, escribía obsesivamente sobre su jardín, que amaba. No había día que dejara de hacerlo y, si no podía un día, su mujer o su hermana se encargaban de que su diario de jardinería no perdiera detalle del día. Nunca de forma poética, política o metafórica: simple y llanamente los detalles acerca de los avances de sus flores y frutos. Y llega lo interesante, Solnit dice:

 

Cabe entenderlas como lo contrario de la escritura. Escribir es un asunto brumoso: una nunca está del todo segura de lo que está haciendo, de cuándo acabará lo que tiene entre manos, de si lo ha hecho bien ni de qué recepción tendrá meses, años o décadas después de que lo haya terminado. Lo que hace la literatura, si es que hace algo, es en gran medida imperceptible […]. Como escritora, una se retira y desconecta del mundo a fin de conectar con él de un modo más amplio […]. Lo vívido de la literatura no reside en cómo afecta a los sentidos, sino en cómo actúa en la imaginación (Solnit, 2022, pág. 59-60).

 

Para Solnit, la escritura nos abstrae, nos distancia del mundo, nos coloca interrogantes, dudas, malestar, incertidumbre. ¿Por eso me apasiona la cocina? Siempre quise tener un jardín, pero no tengo ni balcón. Tengo un ficus (está hermoso, se llama Banana, por Banana Yoshimoto), pero no hay espacio para mucho más. Se me han muerto muchas plantas, pero me encantaría aprender. En cambio, la cocina… Cocinando vivo en el presente. Me fija, me arrastra a la realidad. Toco las verduras, las huelo, las saboreo, las veo. «Un jardín ofrece lo contrario de las incertidumbres inmateriales de la escritura. Es algo vívido para todos los sentidos, un espacio de esfuerzo físico, de ensuciarse» (Solnit, 2022, pág. 60). Creo esos sentidos (como creo mi identidad, a fuego lento) y solo existen en este instante. Me mancho las manos: esta es mi realidad. Mi presente. Tengo frutos, como en la jardinería. No me da dudas: me consuela. Pero también me inspira, igual que pasear por la naturaleza. ¿Por eso da tanta paz, porque escribo? La escritura me vuelve voluble, me moldea, me hace perder la cabeza, consigue perderme, no sé qué digo ni qué soy ni qué sentimiento está tratándose de expresar ahora. Va más deprisa que mis manos, toma otros rumbos. La comida, en cambio, está aquí, borboteando, ablandándose, homogeneizándose con el resto de ingredientes, cogiendo una parte de mí (¿de mi cariño, de mi ternura quizás? ¿de mi estrés, de mi enfado si tengo un mal día?) y haciendo que se mezcle con el resto de alimentos, que espese la salsa, o la especie. Está aquí, depende de mis manos. La peluquera se quita los guantes y veo que se le han quedado las uñas negras, del tinte. Me lleva a la pica para lavarme la cabeza y un ¿padre? con su ¿hijo? entran. ¿Estará molesta la peluquera (eh, tampoco sé su nombre) porque se hayan adelantado, si es que se han adelantado, o triste porque no tendrá ni un minuto para descansar en cuanto acabe conmigo? ¿Le gustará su trabajo, ensuciarse las manos? ¿Escribirá?

 

 

Bibliografía

Solnit, R. (2022). Las rosas de Orwell. Barcelona: Lumen.

Valente (2021). Poesía completa (4ª edición; A. Sánchez Robayna, Ed.). Barcelona: Galaxia Gutenberg.



[1] «Vestido de blanco. / Vestido de blanco estoy ante los ojos / de quien me ama y de quien no me ama, / poso en fin ante nadie o ante la nada / o ante la pupila transparente / que nunca veo y que me ve. / ¿Posaré así sin fin ante la muerte? / Las flores de la acacia amarillean pronto / en los montes lejanos / de la niñez. / ¿Estoy vestido así / para morir? / Una gran onda larga en la fotografía / que el tiempo ha demudado / cae / sobre mi frente, pálida / la frente, artificial / la onda, digo, / si artificial pudiera ser lo hecho / con amor. / Y te oigo, madre, / raíz de tanto, / llegar del otro lado de la noche. / Tú me tiendes la rama dorada. / Pongo mi pie desnudo en el umbral» (Valente, 2021, pág. 418-419).

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