Préssecs. Melocotones. Cuando era
pequeña, de vez en cuando mi madre me venía a buscar al colegio con merienda
que le daba mi madrina. Siempre era lo mismo: un zumito de melocotón y un
bollito (esponjoso, suave, blandito, redondo y pequeño) al que le habían puesto
nocilla por dentro. Si cierro los ojos y pongo empeño, todavía puedo recordar
esos sabores, juntos, como si los estuviese saboreando en este instante… Creo
que más de una vez me decepcioné cuando me di cuenta de que hoy no traía mi
madre la merienda de mi madrina… Hace unos meses, cuando nos mudamos, no sé
bien por qué, me compré zumo de melocotón. Creo que desde que era pequeña no lo
había vuelto a tomar, tampoco sé por qué… Lo probé, y mis sentidos de repente
volvieron a mi niñez, volvieron a esos recuerdos, es más: los recordaba a la
perfección. Se hizo todo vívido, el melocotón… Recuerdo que durante varios
fines de semanas desayunábamos, tumbadas en la cama, zumo de melocotón mientras
veíamos Shin Chan en Youtube. Era como si estuviese haciendo un homenaje a mi
yo de pequeña, como si le rindiera tributo, como si, a través de los años y las
experiencias, volviera a ella y le dijera, tranquila, he visto lo que viene, sé
cómo es el tiempo, su forma y sus ausencias: todo irá bien. Luego, muchos años
más tarde de ese primer recuerdo melocotonero de mi niñez, alguna de tantas
veces que fui a Azagra tenían en la fuente de la fruta (que siempre estaba
repleta de fruta y muchas de ellas las probaba, incluso veía, por primera vez)
melocotones. En el pueblo, unos dan a otros, de un huerto y de otro, todo es
fresco y recién cogido de la tierra, ¿qué mejor? Cogía una pieza entre mis
manos y la acariciaba, ese color anaranjado, su tacto tan curioso, con el vello
blanquecino y fino. Veía a Ane o a mi suegra pelándolas y disfrutándolas y una
vez dije: a mí me gusta más el melocotón en almíbar. Sus caras fueron un
cuadro. Fue una mezcla entre reírse de mí y apiadarse de esa pobre criatura
ignorante de la vida. Toma, prueba, y me dices si sigues prefiriendo el
melocotón en almíbar. Alcarràs habla
de una familia que recoge melocotones, durante toda la película, día tras día,
mientras esas tierras sigan siendo suyas. Todos ayudan, todos echan una mano:
la tierra es su vida. La naturaleza lo envuelve todo, los niños juegan entre
los matorrales, entre los melocotoneros, en las cuevas abandonadas, con coches
antiguos estropeados, con tractores. Otros lloran, otros se enamoran. Pero una
cosa que me llamó la atención especialmente es que en ningún momento suena
ninguna banda sonora. Suenan canciones (la verbena, el baile que se prepara
Mariona, fiestas con amigos, incluso podríamos meter en este saco las pequeñas
cancioncitas que se cantan entre ellos, casi en un susurro, con respiraciones
entre cortadas y sin pensar en el ritmo), pero nunca una melodía de fondo que
acompañe el paisaje. Es que no hace falta. La película está en completo
silencio, o mejor: no lo hay en absoluto. Los pájaros, el sonido de alguna
fuente o río lejano, el viento, ese viento siempre, suspirando a veces
ligeramente, otras no tanto, removiendo las hojas, acariciando las plantas,
también una rana cerca de una charca, o un grillo de noche, o la vaca
Margarita. La naturaleza canta, tiene su voz. Tiene su propio lenguaje y su
propia melodía. En el poema primero de La
soledad sonora de Juan Ramón Jiménez, la naturaleza acompaña una soledad:
Soledad coronada de rosas, ¡quién
pudiera
aprisionar tu cuerpo de sol y de
armonía;
estar dentro de ti toda esta
primavera
de sangre, de hojas secas y de
melancolía!
¡Que latiera, en un sueño, tu
corazón sonoro
sobre mi corazón sediento de
ideales;
que mi palabra fuese la palabra
de oro
de tus inagotables y puros
manantiales!
¡Ay! ¡Quién, iluminando la sombra
alucinada
que corona de espinas mi pálida
tristeza,
pudiera ser tu amor, oh, diosa
coronada
de rosas, soledad, madre de la
belleza!
(Ramón Jiménez, 2007, pág. 33)
La casa de la familia de Alcarràs
El título del poemario es muy
significativo para la literatura hispánica, pues hace referencia a un verso del
Cántico espiritual de San Juan de la
Cruz [1].
Lola Josa explica este verso del místico de esta forma: «“la soledad sonora” es
“casi lo mismo que ‘la música callada’”, de ahí que el místico remita a Jokmah, la Sabiduría, protegida por jomah, o sea, un “muro” de silencio,
tras el cual se esconde uno de los misterios más elevados: el de la fuente del
amor» (Josa, 2020, pág. 187). Juan Ramón Jiménez hace referencia a un silencio
exterior que provoca una gran sonoridad interior: solo al estar en soledad
podemos entrar en consonancia con todo, con el universo, con las verdades
ocultas, con nuestros pensamientos, con nuestra intimidad. La verdad, la
sabiduría viene protegida por el muro del silencio. Detrás de él: el todo. La
naturaleza es ese lugar primordial, ese lugar de secretos, de orígenes; en él
habita todo, en él habitan las historias, los deseos y los dolores. Esas rosas
que coronan una soledad dan compañía, pero también consuelo. Incluso… deseo. Juan
Ramón Jiménez relaciona la naturaleza con el erotismo, con el enamoramiento
porque: «se trata de la creencia en un tipo de belleza superior que lleva en sí
misma la comunión mística con el universo a través de la naturaleza (y por
tanto de la mujer, a la que se considera “naturaleza”)» (Margarit, 2007, pág. 15).
El campo, las flores, la tierra y la naturaleza son, entonces, más que un
consuelo, más que un confidente. Son, quizás, otro amante.
Todas las rosas blancas que
ruedan a tus pies
quisiera que mi alma las hubiese
brotado,
quisiera ser un sueño, quisiera
ser un lirio,
para mirar de frente tus grandes
ojos claros.
Que mi vida tuviese una luz
infinita,
joya de los senderos que adornara
tu paso,
quisiera ser orilla de flores de
ribera
por irte acompañando, por irte
embelesando…
Quisiera ser la tierra donde tú
descansaras,
el agua que apagase el ¡sitio! De
tus labios,
el paisaje sin nombre que
copiaran tus ojos,
la paloma inmortal que alcanzaran
tus manos…
(Ramón Jiménez, 2009, pág. 39)
La voz poética se convierte en la
naturaleza, desea ser flor, lirio (¡lirio!), tierra, paisaje y agua. Porque
así, solo así, podrá acompañar a su amada. Quiere ser paisaje… pues el paisaje,
el campo, el jardín no necesitan voz, no necesitan música, no necesitan canto para
quedarse pegados a las personas, para que se nos enganchen, para que deseemos
volver. No necesitamos memorizarlos: recordamos. Es parte de nosotros, se nos
inscribe el paisaje en nosotros. La naturaleza da un tipo de paz primigenia,
originaria, imposible de copiar, imposible de encontrar en ningún otro lado. «¡Y
tú, mar! También a ti me entrego… adivino lo / que quieres decirme, / veo desde
la playa tus encorvados dedos que me invitan, / creo que rehúsas retirarte sin
haberme tocado» (Whitman, 2019, pág. 121). El silencio del mar… ¿qué nos dicen
sus olas? ¿dice cosas diferentes a cada persona? ¿es diferente el horizonte
según quién lo mira, el infinito? Los amantes se funden en la naturaleza, son
parte de ella; la ternura, el cariño, el amor, la naturaleza… son lo mismo: «se besan como caen los frutos de los árboles / (…) el tiempo ya hace
tiempo que se ha ido / y sus nombres se esparcen por las flores» (Calderón,
2020, pág. 13). ¿Cómo son las relaciones que se crean en la naturaleza, bajo
ella? («El amor, ¿a qué huele?» [2]) ¿Se
enamorarán de la misma forma, el cariño tendrá más hondas raíces, el deseo
hablará de infinitos mares, la tierra se hundirá bajo los pies de la misma
forma? «Qué me importa / que pisoteen el arroyo, / la arena de la orilla /
todavía conserva la huella de tu pie» (Doolittle, 2001, pág. 40) … ¿Serán,
quizás, tan efímeras como una huella en la arena de la orilla…? Las relaciones
entre la familia que protagoniza Alcarràs
son complejas, especiales y a la vez tan comunes: un padre que desea permanecer
en su oficio (porque cree en la tierra como en su propia sangre) y en su deseo
comete el error de llevarse a su familia por delante. Todos desean lo mismo,
casi todos… Y en cambio, ¿dónde está el cariño? Sus hijos le observan con
cuidado: no saben si debe ser su modelo a seguir o a odiar. Le miran y escuchan
atentamente todo lo que sucede. Algo va mal… lo saben y no hace falta que nadie
se lo diga. El hijo mayor quiere ser pagès,
como su padre, siente las raíces en sus entrañas, justo como su padre. Pero su
padre, aunque defiende a muerte sus tierras, cae él mismo en infravalorarlas.
Tienes que estudiar, eso es más importante. Busca su aprobación (¿qué otra cosa
buscan los hijos de los padres?), busca, en definitiva, su cariño (¿qué otra
cosa buscan…?). Se esfuerza al máximo, pero su padre no es capaz de ver en el
brillo de los ojos de su hijo sus deseos y certezas. ¿Y su hija? Ve cómo su
padre va destrozando la familia desde dentro, cómo no sabe comunicarse, no sabe
relacionarse, no sabe cómo sobrellevar su rabia, su tristeza. Qué difíciles son
las relaciones humanas pero, sobre todo, cuánto las complicamos… Su hija ve en
su padre un obstáculo en el camino hacia la unión familiar. Ella, como
cualquiera, como yo también, solo quiere disfrutar de los suyos, de su familia,
querer y sentirse querida. Todo aquello que le parezca interponerse será un
error, una equivocación, una crueldad. Pero lo mejor de Alcarràs es que no da ninguna solución. ¿Quién tiene soluciones a
las relaciones interpersonales? La vida sigue, el viento sopla, el río sigue
sonando… La naturaleza observa, y calla. ¿El silencio? O tal vez no…
La familia de Alcarràs
Pero las rosas, los lirios… ¿os
he hablado de ellas? La tierra de la familia de Alcarràs no es solo su sustento económico, no es solo su trabajo,
no es solo su oficio. No les quitan la casa, donde viven, sino las tierras.
Pero las tierras… las tierras son su vida, sus raíces, su paz, su belleza, son
su juego, donde nacen y crecen los niños, donde se educan, donde ríen y también
verán lágrimas esas hojas pero el otoño las hará caer para que lo olviden, y
bajo esos melocotoneros, y bajo los hierbajos también, el huerto verá una
familia relacionándose, la verá uniéndose y queriéndose. Verá el cariño, el
camino. ¿Dónde habitar ahora el cariño? ¿Dónde guardarlo? ¿Entre cuatro
paredes? Juegan y se pelean un poco y corren hacia una piscina en la cual el
padre intenta tirar a cada miembro de la familia. ¿Dónde vivir? Ayer volví a
ver Rosas rojas y no me lo podía
creer: están en todas partes. Todo lo que he citado hasta ahora no es otra cosa
sino un prado, un campo de rosas, unos pétalos en la tierra. Las rosas de Juan
Ramón Jiménez, un deseo que habita solo en la naturaleza, o que quizás se
deshabita gracias a la naturaleza para dar lugar a un deseo mejor, más
reconfortante, más real, más… placentero. Hilda Doolittle abre su poemario Jardín junto al mar con un poema
titulado «Rosa marina» (y mi sorpresa es enorme cuando me doy cuenta de que
también tiene otro titulado «Lirio del mar» [3]).
Busco poemas para hablar de jardines y de ríos y de flores y de rosas, enferma
todavía de la prosa de Solnit: ahora veo rosas por todos lados. En Rosas rojas Lena Headey hace de una
florista que se enamora a primera vista de la novia de una de las bodas en las
que trabaja. La flor favorita de la novia es, nada más y nada menos, que el
lirio. El personaje de Headey dice en un momento: «no me olvides», y la otra le
responde «es lo único que recordaré». Y tan solo unas horas antes había
terminado el cómic Snapdragon, donde
una mujer se enamora de joven de otra cuya familia tiene la tradición de
nombrar a sus hijas con la flor preferida de la madre. Resulta que ella es
alérgica a las flores, pero esto la primera no lo sabe cuando va a verla con un
ramo de violetas en la mano. La otra se ríe y se queda todo en una anécdota, especialmente
cuando pasan los años y la pareja acaba separándose, puesto que la de la familia
que nombra sus hijas con flores quiere formar una, y la otra no. Cuando
la primera recuerda esta historia, la recuerda con tristeza, con el
convencimiento de que ya la habrá olvidado. Pero (y aquí viene mi piel
erizándose) más tarde descubre que finalmente sí tuvo una hija, a la cual llamó
Violet… «Es lo único que recordaré». Y si no dejo de pensar en las rosas y en
las flores y en el jardín no es por otra cosa sino por la historia de política
y reivindicación que hay detrás de las rosas, según explica Solnit en su libro Las rosas de Orwell. Helen Todd,
defensora del sufragio femenino, escribió: «[los votos de las mujeres] están
destinados a contribuir a que se avance hacia la época en que el pan de la
vida, que es un hogar, cobijo y seguridad, y las rosas de la vida, la música,
la educación, la naturaleza y los libros sean el patrimonio de todos los niños
nacidos en el país, en cuyo gobierno [la mujer] tenga voz» (Solnit, 2022, pág. 102)
y más tarde, Solnit explica:
el pan alimentaba el cuerpo, y las rosas alimentaban algo
más sutil: no solo los corazones, sino también la imaginación, la psique, los
sentidos y la identidad. [Pan para todos, y rosas también] era un lema bonito,
pero también una declaración vehemente de que se necesitaba y se reclamaba como
derecho algo más que la supervivencia y el bienestar físico (Solnit, 2022, pág.
103).
Y aunque adoro que más tarde en
su ensayo haga referencia al hecho de que las personas que desean tanto ir al
campo y lo ven como una liberación solo lo hacen porque nunca han tenido que
trabajar en él (Solnit, 2022, pág. 174-175), la verdad es que la idea política
que hay detrás de la imagen de la rosa no solo es bellísima sino algo que
deberíamos reivindicar con mucha fuerza. Carla Simón no habla solo de las
personas que tienen que huir del campo en busca de una vida mejor, también
habla de las rosas. También defiende que la vida no puede ser solo
supervivencia. También debe haber niños que jueguen entre los matorrales y se
manchen y griten por el campo como si todo eso que tienen delante fuera suyo.
Porque quizás lo es. Quizás es de todos. Si empecé diciendo que la tierra de la
familia de esta película es su vida, no solo me refería a económicamente, no
solo me refería a ociosamente. También de forma política. Su tierra es su vida,
como todos deberíamos hacerla nuestra vida. El trabajo en el campo es duro, y
necesita todavía un largo recorrido para ser defendido como merece. Esta película
pone un granito en esa lucha, abre puertas y da voz a la realidad de muchas
familias. Y no solo hablando de supervivencia, no solo de pan, sino también de
rosas, cantos, juegos, cariño y jardines. Y la verdad es que, durante toda la
película, mientras ellos recogían melocotones bajo la sombra de los
melocotoneros, entre el griterío y el juego de los más pequeños de la familia,
y también entre el canturreo de los grandes, mi mente y mi paladar solo podían
pensar en una cosa: mi suegra y Ane tenían razón.
Bibliografía
Doolittle, H. (2001). Jardín
junto al mar. Tarragona: Ediciones Igitur.
Calderón, J. (2020). Los
adioses del trigo. Madrid: Editorial Hiperión.
Josa, L. (2021). Estudio (pp. 53-339). En Juan de la
Cruz, S., Cántico espiritual.
Barcelona: Lumen.
Juan de la Cruz, S. (2021). Cántico espiritual. Barcelona: Lumen.
Margarit, J. (2007). Prólogo (pág. 7-28). En Ramón
Jiménez, J., La soledad sonora.
Madrid: Visor Libros.
Ramón Jiménez, J. (2007). La soledad sonora. Madrid: Visor Libros.
Ramón Jiménez, J. (2009). Laberinto. Madrid: Visor Libros.
Whitman, W. (2019). Hojas
de hierba (8ª reimpresión, M. Villar Raso, Ed.). Madrid: Alianza Editorial.
[1] «la noche
sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la
soledad sonora» (Juan de la Cruz, 2021, pág. 45).
[2] Ramón Jiménez,
2009, pág. 33.
[3] «Junco, /
azotado y roto / mas dos veces rico - / grandes cabezas como la tuya / flotan a
la deriva en los escalones de los templos, / pero tú estás destrozado / en el
viento. / La corteza del arrayán / te es extraída, / te quitan las escamas /
del tallo, / la arena te corta los pétalos, / los arruga con filo duro, / como
sílex / en una piedra lisa. / Aunque todo el viento / azote la corteza, / te
alzas - / sí, aunque silbando / te cubra la espuma» (Doolittle, 2001, pág.
47-48).


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