El último tema en una de mis asignaturas del máster
era sobre la cultura pop. El profesor nos explicó dos posturas: la crítica de
Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la ilustración hacia la
industria cultural que, según ellos, «estupidiza» a la sociedad; y, por otro
lado, la opinión de filósofos como Walter Benjamin, que creían en la
reformulación de los productos de la industria cultural que, aunque estuviesen
creados por el capitalismo, podrían reformularse para convertirlos en
herramientas contra el capitalismo. Sin despreciar ninguna de las dos posturas,
propuso hacer una breve monografía reflexionando al respecto. Lo más curioso de
todo es que yo, profunda amante de la cultura pop y defensora acérrima de su
importancia, quedé sorprendida ante la extrañeza de la clase. Leímos un texto
y, cuando vieron que el profesor lo explicaba sin criticarlo, saltaron las
alarmas: «Pero, ¿no va en coña?» «o sea, escriben en serio sobre Ricky Martin, Cantinflas
y todos estos, es en serio?». Incluso algunos (y aquí mi sangre no pudo más que
empezar a hervir): «pero es que claro, si todo el mundo hace cultura, si se
democratiza la cultura, entonces también se devalúa». Por suerte, ese elitismo
fue rebajado con el comentario de otra compañera: «a estos filósofos habría que
decirles que odiar lo popular no te hace más interesante». Yo no estaba segura
de sobre qué escribir, pero tenía claro que debía hacer un alegato a mi amor
hacia la cultura pop, un texto que rebosara cultura pop, en contraposición con
lo que me veía venir que el resto harían. Mis referencias culturales y
académicas debían ser Britney Spears, Madonna y las vecinas de Valencia. E
intentaría demostrar que sí, algo puede ser académico aun cuando entre sus
líneas aparece Madonna y Chicas malas.
No sé si lo he conseguido o no, en todo caso, a continuación, el texto que he
presentado:
«No
seas ridícula, Andrea. Todo el mundo quiere esto. Todos
querrían ser nosotras» (Frankel, 2006) dice Meryl Streep como Miranda Priestly,
a la vez que con un gesto elegante y glamuroso se pone las gafas de sol y
sonríe a Andrea, incrédula ante esas palabras que acaba de pronunciar. El
diablo viste de Prada se estrenó en 2006, solo tres años después de que
Laura Weisberger publicara la novela homónima en la que se basa la película.
Rápidamente se relacionó a Miranda Priestly con Anna Wintour, editora jefe de
la revista Vogue. En el libro,
Weisberger (que fue ayudante de Anna Wintour, papel representado en la película
con el nombre de Andrea) pretende criticar las formas abusivas y dictatoriales
de la famosa editora jefe, y lo mal que trata a cualquier persona que esté por
debajo de ella. Es la persona más influyente en el mundo de la moda y utiliza
ese privilegio para equipararse con los mismos dioses. A la vez que critica a
Anna Wintour disfrazada bajo el nombre de Miranda Priestly, equiparándola con
el diablo, aprovecha también para darle al César lo que es del César: «Si
Miranda fuera hombre nadie notaría nada malo en ella, excepto lo bien que hace
su trabajo» (Frankel, 2006), dice Andrea en un momento de la película. Sobre
Miranda se habla de todo: de sus divorcios, de sus hijas, de su vida personal.
Pero poco de lo influyente que es en su trabajo. Cuando vi esta película de
pequeña, no había leído a Despentes, ni a Butler, ni siquiera sabía lo que era
el feminismo, y mucho menos lo dura que podía ser la vida laboral. Porque la
vida laboral es un infierno, y los jefes, aunque mucho menos glamurosos que
Miranda Priestly, son el diablo. El sistema, el capitalismo lo es. Yo entendí
esto mucho antes de saber que lo había entendido.
No podía ser otra más que Madonna la que se
convirtiera en la principal cantante de la BSO de la película. La canción «Vogue»
salió en 1990 y mucho después Madonna explicó que iba a ser una canción B-side
porque no la consideraban suficientemente fuerte. «They can’t see into de
future» (Madonna, 2021) dijo en una entrevista con Jimmy Fallon. La serie Pose
(2018) centró su segunda temporada alrededor del lanzamiento de «Vogue», puesto
que Madonna se basó en la cultura LGBTQ underground; en las personas
trans y racializadas que actuaban en los ballrooms haciendo voguing,
un baile propio que se convirtió en la esencia de la comunidad LGBTQ. Gracias a
Madonna, una mujer blanca cis y aparentemente heterosexual, el fenómeno del ballroom
empezó a ver la luz, llevando en sus giras a personas racializadas y queer que bailaban con ella el voguing.
Ese espacio seguro que eran los ballrooms,
ese hogar que crearon las personas que vivían en los márgenes y que eran
echadas de sus casas y rescatadas por sus hermanas y hermanos queer, se convirtió en algo cada vez más
generalizado, y empezó a tomar todo el prestigio que merecía. Madonna, gracias
a esta canción y a otras muchas como Erotica o Like a Virgin, se
convirtió en un icono queer y
feminista, ya que gracias a ella se empezó a hablar de liberación sexual y
especialmente de liberación sexual femenina. Hablaba sobre masturbación
(«Happiness lies in your own hand / It took me much too long to understand»,
1994, pista 2), sobre sexo y sobre feminismo de forma completamente abierta, y
habló y defendió a las víctimas del VIH cuando absolutamente nadie hablaba de
ello. La enfermedad se cobró miles de personas, ya que al ser una enfermedad
que afectaba sobre todo a personas LGBTQ, nadie se quería hacer cargo de ello. Más de treinta años después, Chanel queda
tercera en Eurovisión con la canción «SloMo», hablando de sexo mientras baila
una coreografía increíble en ropa interior. El Benidorm Fest (gracias al cual
quedó elegida como representante de España en Eurovisión) tuvo mucha polémica,
puesto que criticaron que algo tan comercial fuera a ser la representación de
este año (además de las críticas al hecho de hablar sobre sexo: tampoco ha
cambiado tanto la sociedad, desgraciadamente). Algo así habría sido imposible
años atrás: Madonna abrió la puerta. Ahora ver a una cantante bailando y
cantando algo sobre sexo es casi la norma, es lo comercial. En esos ballrooms,
por supuesto, nacieron los primeros lip syncs (literalmente:
«sincronización de labios»), donde varias personas disputaban la victoria con
una canción que debían conocer a la perfección y bailarla sin cantarla, haciendo
playback. Cuando RuPaul empezó su revolución mediática y empresarial con
RuPaul’s Drag Race, en donde varias drag queens competían por el
título de America’s Best Drag Superstar, en cada capítulo debían hacer
un lip sync las dos peores de esa semana para decidir quién se iba a
casa y quién seguía la competición. Catorce temporadas después, siete All
Stars, doce versiones internacionales de la misma franquicia (entre la que
se incluye Drag Race España) y veinticuatro Emmys más tarde, el programa
se ha convertido en todo un fenómeno internacional. Hasta el punto de que hace
unos años pasó a formar parte del catálogo de Netflix. RuPaul es la reina del
márquetin y hace todo lo posible por comercializar todo lo relacionado con el
drag: su música, la música de sus concursantes, sus programas, sus series, sus DragCons,
etc. Mis amigas y yo odiamos a RuPaul: aparte de sus polémicas tránsfobas y
racistas, la excesiva comercialización a la que se debe nos chirría desde el
primer momento. Pero, de nuevo (y como si estuviese parafraseando a Gretchen de
Chicas Malas, en dónde, por cierto,
aprendí la frase, aunque sepa que no es de Gretchen originalmente) al César lo
que es del César: mi madre y mi abuela vieron a las primeras drag queens de su vida gracias a que
ahora Drag Race España se anuncia en los canales de Atresmedia, en
cualquier momento del día. Pudieron entender algo de mí, sin moverse del sofá. Las
drag queens no pertenecen a un lugar
marginal, inhóspito, donde se mueren asesinadas o pobres. Aunque esto no quiere
decir que no siga pasando así, la verdad es que ahora hacen giras
internacionales como el Battle of the
Seasons, el Werq the World; se
convierten en cubiertas de revistas como Vanity
Fair con RuPaul en portada, o como Vogue
con Detox, Valentina o Sasha Velour de protagonistas; desfilan por pasarelas como
la New York Fashion Week como hizo Aquaria en 2019; o, para volver con
Anna Wintour, acuden al evento más privado y glamuroso que organiza cada año la
editora jefe, la Met Gala, que tuvo
entre sus invitados de 2019 a Miss Fame y a Violet Chachki. Todas ellas,
concursantes (y algunas ganadoras) del programa de RuPaul. Y también todos esos
eventos, la esencia del capitalismo, de lo anti marginal, de lo anti precario, del
lujo del exceso por el exceso. Tanto El diablo de Prada, como Madonna
como RuPaul’s Drag Race comparten, en su origen, en sus inicios, las
tres características de lo que Deleuze y Guattari denominan literatura mayor:
el coeficiente de desterritorialización, puesto que son capaces de hacerte
salir de tu realidad burguesa, cristiana y puritana, cishetero blanca (vamos a
decir, respectivamente) y hacerte ver nuevas realidades, nuevos territorios que
quizás no eras capaz de conocer; son, las tres también, políticas, la primera
criticando una industria excesivamente elitista, burguesa y endiosada cuando
solo se basa en el consumismo y el capitalismo, la segunda siendo capaz de
convertirse en el icono de la liberación sexual y siendo capaz de hablar de lo
que nadie hablaba, como el VIH, el feminismo y el sexo desde su posición de
mujer, y la última alabando el drag
como el arte que es, que durante tantos años permaneció en la sombra y no solo
fue criticado sino que también fue criminalizado; y, por supuesto, aunque las
tres se centren en experiencias individuales (la horrible experiencia de
Weisberger con Wintour, la vida sexual de la propia Madonna y las experiencias queer individuales de las concursantes
de un programa), las tres hablan de algo más, por supuesto: de la burguesía, del
consumismo y del capitalismo, de la sexualidad, del exceso del cristianismo, de
feminismo, de lo queer, de la cultura
LGBTQ, de todo aquello que forma parte de nuestra historia y que debe ser
comunicada a las siguientes generaciones para que el horror no se olvide. Todas
hablan de experiencias que en su origen fueron negativas, horribles, dolorosas,
para hacer una crítica, para darle la vuelta, para no caer en el silencio. Y
aunque todas se hayan vuelto literatura, ahora, mayor (para seguir en término
de los filósofos), mainstream,
comercial, ahora el silencio no puede existir. El diablo viste de Prada es una producción de Hollywood. Madonna es
la reina del Pop. RuPaul es (seguramente) una de las personas más ricas, viva
imagen del colectivo LGBTQ en Netflix y, por desgracia o por fortuna, del
mundo. Pero, sin todas ellas, ¿qué? A veces, los mensajes más poderosos, los
mensajes más importantes, necesitan pasar por el filtro del todo, de las masas,
de lo comercial. Si solo así pueden llegar a más gente, ¿acaso no merece la
pena la comercialización? Si gracias a esto, un niño racializado queer de
barrio que sufre bullying y baila voguing con videos de Madonna en
Youtube, cuya película favorita es El diablo viste de Prada porque
admira que en Vogue escribiera Joan
Didion y que publiquen a grandes diseñadores que aparte de ser grandes son
también queer, como él, puede
sentirse seguro y acompañado… ¿acaso no mereció, absolutamente todo, la pena?
O, para terminar con una frase de Nigel de la película:
¿Crees que esto es solo una revista? No es solo una
revista. Es un faro luminoso de esperanza para… bueno, no sé, digamos que para
un chico de Rhode Island con seis hermanos que fingía ir a jugar al fútbol
cuando en realidad iba a clases de costura y leía Runway [la Vogue
de la película] bajo las mantas con una linterna. No tienes ni idea de cuántas
leyendas han pasado por aquí… (Frankel, 2006).
¿Puede algo ser negativo si es capaz de ser un
consuelo? ¿De ser un grito en el
silencio...?
Fin. Debía ceñirme a una cantidad concreta de páginas
(y me pasé) así que me quedé con las ganas de remarcar todavía más algunas de
las claves del texto. Todas esas obras (que yo considero arte de verdad y,
sobre todo, cultura) me ayudaron a entender y aprender cosas mucho antes de
llegar a ellas de forma más, digamos, académica. En la película Diez razones para odiarte, la
protagonista es una amante de Sylvia Plath. Es una película dosmilera y pop y,
en cambio, cuánto se puede aprender de ella. ¿Es realmente necesario complicar
un mensaje cuando puede llegar de una forma más sencilla a más gente? No hablo
de dejar de lado la complicación, hablo de fusionarlas, de mezclarlas, de
unirlas. Todo enriquece, el conocimiento siempre está por encima. Intentando
pensar en la forma de encontrar un discurso para mis ideas, Ane me dijo: «es
que, si siempre comes fresas y nunca, no sé, una sandía, ¿cómo vas a saber que la
fresa es mejor? ¿cómo vas a saber, además, cómo son el resto de frutas?». Debemos
conocer lo pop, debemos conocer qué consume la mayoría de la gente para poder
valorar más lo underground, lo indie, etc. Pero, no solo por eso, sino porque
la forma de acercar cosas menos consumidas a la mayor cantidad de gente, cosas
más complejas pero totalmente merecedoras de ser entendidas, es mediante lo que
la gente ama. Odiando lo que la mayoría ama solo consigues dejarlos fuera, solo
consigues que te aborrezcan, solo consigues alejarlos. Ellos odiarán también lo
que tú amas y no habrá ningún tipo de concordia y, sobre todo, ningún
aprendizaje. Solo aprendiendo el todo, conociéndolo todo, se puede aprender la
verdadera esencia del mundo y acercar a todo el mundo al todo. No me parece
interesante alguien que consume solo lo llamado elitista, o culto, o profundo,
del mismo modo que tampoco me causa especial interés alguien que consume
únicamente lo comercial o mainstream. Ver No es tan fácil varias veces al año
es una necesidad vital para mí, es la ración de feel-goodismo que necesita mi
cuerpo para soportar el peso del capitalismo, de los retrógrados, del machismo,
de la lesbofobia, del racismo. Lo feel-good es todo un alegato: a pesar de todo
el horror que me rodea, decido ser feliz durante un ratito. No me vais a quitar
esto también. Leer y ver y conocer la maldad y el horror y la corrupción son
una necesidad para todo ser humano. Pero de ninguna manera nada de eso puede
ser un eje en nuestras vidas. No eres más interesante por conocer a Hong
Sang-soo o a Gaspar Noé. Y creerte superior por conocerlos demuestra la clase
de interés, la clase de identidad, la clase de huella que quieres dejar en el
mundo. No es que debamos dejar algo para el mundo, aportar algo para sentirnos
útiles. Pero todo lo que dejaremos aquí será lo que la gente recuerde de
nosotros. La forma en la que tratamos a las personas, las cosas que hacemos por
ellas. Los recuerdos de los otros serán nuestra identidad cuando ya no estemos.
Qué importante es cuidar, cuidarlo. Qué importante es aprender. Y dejarse
enseñar.
Bibliografía
Frankel, D. (Director) (2006). El diablo viste de Prada [Película]. FOX 2000 Pictures.
Madonna
(1994). Bedtime Stories. EEUU:
Maverick, Sire, Warner Bros Records.
Madonna
(2021). Madonna Confirms She’s Writing a
Movie About Her Life. The Tonight Show Starring Jimmy Fallon [Vídeo].
Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=qZkKj3QHQPQ&t=370s