miércoles, 1 de junio de 2022

Por qué Adorno y Horkheimer son unos pesaos

El último tema en una de mis asignaturas del máster era sobre la cultura pop. El profesor nos explicó dos posturas: la crítica de Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la ilustración hacia la industria cultural que, según ellos, «estupidiza» a la sociedad; y, por otro lado, la opinión de filósofos como Walter Benjamin, que creían en la reformulación de los productos de la industria cultural que, aunque estuviesen creados por el capitalismo, podrían reformularse para convertirlos en herramientas contra el capitalismo. Sin despreciar ninguna de las dos posturas, propuso hacer una breve monografía reflexionando al respecto. Lo más curioso de todo es que yo, profunda amante de la cultura pop y defensora acérrima de su importancia, quedé sorprendida ante la extrañeza de la clase. Leímos un texto y, cuando vieron que el profesor lo explicaba sin criticarlo, saltaron las alarmas: «Pero, ¿no va en coña?» «o sea, escriben en serio sobre Ricky Martin, Cantinflas y todos estos, es en serio?». Incluso algunos (y aquí mi sangre no pudo más que empezar a hervir): «pero es que claro, si todo el mundo hace cultura, si se democratiza la cultura, entonces también se devalúa». Por suerte, ese elitismo fue rebajado con el comentario de otra compañera: «a estos filósofos habría que decirles que odiar lo popular no te hace más interesante». Yo no estaba segura de sobre qué escribir, pero tenía claro que debía hacer un alegato a mi amor hacia la cultura pop, un texto que rebosara cultura pop, en contraposición con lo que me veía venir que el resto harían. Mis referencias culturales y académicas debían ser Britney Spears, Madonna y las vecinas de Valencia. E intentaría demostrar que sí, algo puede ser académico aun cuando entre sus líneas aparece Madonna y Chicas malas. No sé si lo he conseguido o no, en todo caso, a continuación, el texto que he presentado:

 

 

«No seas ridícula, Andrea. Todo el mundo quiere esto. Todos querrían ser nosotras» (Frankel, 2006) dice Meryl Streep como Miranda Priestly, a la vez que con un gesto elegante y glamuroso se pone las gafas de sol y sonríe a Andrea, incrédula ante esas palabras que acaba de pronunciar. El diablo viste de Prada se estrenó en 2006, solo tres años después de que Laura Weisberger publicara la novela homónima en la que se basa la película. Rápidamente se relacionó a Miranda Priestly con Anna Wintour, editora jefe de la revista Vogue. En el libro, Weisberger (que fue ayudante de Anna Wintour, papel representado en la película con el nombre de Andrea) pretende criticar las formas abusivas y dictatoriales de la famosa editora jefe, y lo mal que trata a cualquier persona que esté por debajo de ella. Es la persona más influyente en el mundo de la moda y utiliza ese privilegio para equipararse con los mismos dioses. A la vez que critica a Anna Wintour disfrazada bajo el nombre de Miranda Priestly, equiparándola con el diablo, aprovecha también para darle al César lo que es del César: «Si Miranda fuera hombre nadie notaría nada malo en ella, excepto lo bien que hace su trabajo» (Frankel, 2006), dice Andrea en un momento de la película. Sobre Miranda se habla de todo: de sus divorcios, de sus hijas, de su vida personal. Pero poco de lo influyente que es en su trabajo. Cuando vi esta película de pequeña, no había leído a Despentes, ni a Butler, ni siquiera sabía lo que era el feminismo, y mucho menos lo dura que podía ser la vida laboral. Porque la vida laboral es un infierno, y los jefes, aunque mucho menos glamurosos que Miranda Priestly, son el diablo. El sistema, el capitalismo lo es. Yo entendí esto mucho antes de saber que lo había entendido.

No podía ser otra más que Madonna la que se convirtiera en la principal cantante de la BSO de la película. La canción «Vogue» salió en 1990 y mucho después Madonna explicó que iba a ser una canción B-side porque no la consideraban suficientemente fuerte. «They can’t see into de future» (Madonna, 2021) dijo en una entrevista con Jimmy Fallon. La serie Pose (2018) centró su segunda temporada alrededor del lanzamiento de «Vogue», puesto que Madonna se basó en la cultura LGBTQ underground; en las personas trans y racializadas que actuaban en los ballrooms haciendo voguing, un baile propio que se convirtió en la esencia de la comunidad LGBTQ. Gracias a Madonna, una mujer blanca cis y aparentemente heterosexual, el fenómeno del ballroom empezó a ver la luz, llevando en sus giras a personas racializadas y queer que bailaban con ella el voguing. Ese espacio seguro que eran los ballrooms, ese hogar que crearon las personas que vivían en los márgenes y que eran echadas de sus casas y rescatadas por sus hermanas y hermanos queer, se convirtió en algo cada vez más generalizado, y empezó a tomar todo el prestigio que merecía. Madonna, gracias a esta canción y a otras muchas como Erotica o Like a Virgin, se convirtió en un icono queer y feminista, ya que gracias a ella se empezó a hablar de liberación sexual y especialmente de liberación sexual femenina. Hablaba sobre masturbación («Happiness lies in your own hand / It took me much too long to understand», 1994, pista 2), sobre sexo y sobre feminismo de forma completamente abierta, y habló y defendió a las víctimas del VIH cuando absolutamente nadie hablaba de ello. La enfermedad se cobró miles de personas, ya que al ser una enfermedad que afectaba sobre todo a personas LGBTQ, nadie se quería hacer cargo de ello.  Más de treinta años después, Chanel queda tercera en Eurovisión con la canción «SloMo», hablando de sexo mientras baila una coreografía increíble en ropa interior. El Benidorm Fest (gracias al cual quedó elegida como representante de España en Eurovisión) tuvo mucha polémica, puesto que criticaron que algo tan comercial fuera a ser la representación de este año (además de las críticas al hecho de hablar sobre sexo: tampoco ha cambiado tanto la sociedad, desgraciadamente). Algo así habría sido imposible años atrás: Madonna abrió la puerta. Ahora ver a una cantante bailando y cantando algo sobre sexo es casi la norma, es lo comercial. En esos ballrooms, por supuesto, nacieron los primeros lip syncs (literalmente: «sincronización de labios»), donde varias personas disputaban la victoria con una canción que debían conocer a la perfección y bailarla sin cantarla, haciendo playback. Cuando RuPaul empezó su revolución mediática y empresarial con RuPaul’s Drag Race, en donde varias drag queens competían por el título de America’s Best Drag Superstar, en cada capítulo debían hacer un lip sync las dos peores de esa semana para decidir quién se iba a casa y quién seguía la competición. Catorce temporadas después, siete All Stars, doce versiones internacionales de la misma franquicia (entre la que se incluye Drag Race España) y veinticuatro Emmys más tarde, el programa se ha convertido en todo un fenómeno internacional. Hasta el punto de que hace unos años pasó a formar parte del catálogo de Netflix. RuPaul es la reina del márquetin y hace todo lo posible por comercializar todo lo relacionado con el drag: su música, la música de sus concursantes, sus programas, sus series, sus DragCons, etc. Mis amigas y yo odiamos a RuPaul: aparte de sus polémicas tránsfobas y racistas, la excesiva comercialización a la que se debe nos chirría desde el primer momento. Pero, de nuevo (y como si estuviese parafraseando a Gretchen de Chicas Malas, en dónde, por cierto, aprendí la frase, aunque sepa que no es de Gretchen originalmente) al César lo que es del César: mi madre y mi abuela vieron a las primeras drag queens de su vida gracias a que ahora Drag Race España se anuncia en los canales de Atresmedia, en cualquier momento del día. Pudieron entender algo de mí, sin moverse del sofá. Las drag queens no pertenecen a un lugar marginal, inhóspito, donde se mueren asesinadas o pobres. Aunque esto no quiere decir que no siga pasando así, la verdad es que ahora hacen giras internacionales como el Battle of the Seasons, el Werq the World; se convierten en cubiertas de revistas como Vanity Fair con RuPaul en portada, o como Vogue con Detox, Valentina o Sasha Velour de protagonistas; desfilan por pasarelas como la New York Fashion Week como hizo Aquaria en 2019; o, para volver con Anna Wintour, acuden al evento más privado y glamuroso que organiza cada año la editora jefe, la Met Gala, que tuvo entre sus invitados de 2019 a Miss Fame y a Violet Chachki. Todas ellas, concursantes (y algunas ganadoras) del programa de RuPaul. Y también todos esos eventos, la esencia del capitalismo, de lo anti marginal, de lo anti precario, del lujo del exceso por el exceso. Tanto El diablo de Prada, como Madonna como RuPaul’s Drag Race comparten, en su origen, en sus inicios, las tres características de lo que Deleuze y Guattari denominan literatura mayor: el coeficiente de desterritorialización, puesto que son capaces de hacerte salir de tu realidad burguesa, cristiana y puritana, cishetero blanca (vamos a decir, respectivamente) y hacerte ver nuevas realidades, nuevos territorios que quizás no eras capaz de conocer; son, las tres también, políticas, la primera criticando una industria excesivamente elitista, burguesa y endiosada cuando solo se basa en el consumismo y el capitalismo, la segunda siendo capaz de convertirse en el icono de la liberación sexual y siendo capaz de hablar de lo que nadie hablaba, como el VIH, el feminismo y el sexo desde su posición de mujer, y la última alabando el drag como el arte que es, que durante tantos años permaneció en la sombra y no solo fue criticado sino que también fue criminalizado; y, por supuesto, aunque las tres se centren en experiencias individuales (la horrible experiencia de Weisberger con Wintour, la vida sexual de la propia Madonna y las experiencias queer individuales de las concursantes de un programa), las tres hablan de algo más, por supuesto: de la burguesía, del consumismo y del capitalismo, de la sexualidad, del exceso del cristianismo, de feminismo, de lo queer, de la cultura LGBTQ, de todo aquello que forma parte de nuestra historia y que debe ser comunicada a las siguientes generaciones para que el horror no se olvide. Todas hablan de experiencias que en su origen fueron negativas, horribles, dolorosas, para hacer una crítica, para darle la vuelta, para no caer en el silencio. Y aunque todas se hayan vuelto literatura, ahora, mayor (para seguir en término de los filósofos), mainstream, comercial, ahora el silencio no puede existir. El diablo viste de Prada es una producción de Hollywood. Madonna es la reina del Pop. RuPaul es (seguramente) una de las personas más ricas, viva imagen del colectivo LGBTQ en Netflix y, por desgracia o por fortuna, del mundo. Pero, sin todas ellas, ¿qué? A veces, los mensajes más poderosos, los mensajes más importantes, necesitan pasar por el filtro del todo, de las masas, de lo comercial. Si solo así pueden llegar a más gente, ¿acaso no merece la pena la comercialización? Si gracias a esto, un niño racializado queer de barrio que sufre bullying y baila voguing con videos de Madonna en Youtube, cuya película favorita es El diablo viste de Prada porque admira que en Vogue escribiera Joan Didion y que publiquen a grandes diseñadores que aparte de ser grandes son también queer, como él, puede sentirse seguro y acompañado… ¿acaso no mereció, absolutamente todo, la pena? O, para terminar con una frase de Nigel de la película:

¿Crees que esto es solo una revista? No es solo una revista. Es un faro luminoso de esperanza para… bueno, no sé, digamos que para un chico de Rhode Island con seis hermanos que fingía ir a jugar al fútbol cuando en realidad iba a clases de costura y leía Runway [la Vogue de la película] bajo las mantas con una linterna. No tienes ni idea de cuántas leyendas han pasado por aquí… (Frankel, 2006).

¿Puede algo ser negativo si es capaz de ser un consuelo? ¿De ser un grito en el silencio...?

 

 

Fin. Debía ceñirme a una cantidad concreta de páginas (y me pasé) así que me quedé con las ganas de remarcar todavía más algunas de las claves del texto. Todas esas obras (que yo considero arte de verdad y, sobre todo, cultura) me ayudaron a entender y aprender cosas mucho antes de llegar a ellas de forma más, digamos, académica. En la película Diez razones para odiarte, la protagonista es una amante de Sylvia Plath. Es una película dosmilera y pop y, en cambio, cuánto se puede aprender de ella. ¿Es realmente necesario complicar un mensaje cuando puede llegar de una forma más sencilla a más gente? No hablo de dejar de lado la complicación, hablo de fusionarlas, de mezclarlas, de unirlas. Todo enriquece, el conocimiento siempre está por encima. Intentando pensar en la forma de encontrar un discurso para mis ideas, Ane me dijo: «es que, si siempre comes fresas y nunca, no sé, una sandía, ¿cómo vas a saber que la fresa es mejor? ¿cómo vas a saber, además, cómo son el resto de frutas?». Debemos conocer lo pop, debemos conocer qué consume la mayoría de la gente para poder valorar más lo underground, lo indie, etc. Pero, no solo por eso, sino porque la forma de acercar cosas menos consumidas a la mayor cantidad de gente, cosas más complejas pero totalmente merecedoras de ser entendidas, es mediante lo que la gente ama. Odiando lo que la mayoría ama solo consigues dejarlos fuera, solo consigues que te aborrezcan, solo consigues alejarlos. Ellos odiarán también lo que tú amas y no habrá ningún tipo de concordia y, sobre todo, ningún aprendizaje. Solo aprendiendo el todo, conociéndolo todo, se puede aprender la verdadera esencia del mundo y acercar a todo el mundo al todo. No me parece interesante alguien que consume solo lo llamado elitista, o culto, o profundo, del mismo modo que tampoco me causa especial interés alguien que consume únicamente lo comercial o mainstream. Ver No es tan fácil varias veces al año es una necesidad vital para mí, es la ración de feel-goodismo que necesita mi cuerpo para soportar el peso del capitalismo, de los retrógrados, del machismo, de la lesbofobia, del racismo. Lo feel-good es todo un alegato: a pesar de todo el horror que me rodea, decido ser feliz durante un ratito. No me vais a quitar esto también. Leer y ver y conocer la maldad y el horror y la corrupción son una necesidad para todo ser humano. Pero de ninguna manera nada de eso puede ser un eje en nuestras vidas. No eres más interesante por conocer a Hong Sang-soo o a Gaspar Noé. Y creerte superior por conocerlos demuestra la clase de interés, la clase de identidad, la clase de huella que quieres dejar en el mundo. No es que debamos dejar algo para el mundo, aportar algo para sentirnos útiles. Pero todo lo que dejaremos aquí será lo que la gente recuerde de nosotros. La forma en la que tratamos a las personas, las cosas que hacemos por ellas. Los recuerdos de los otros serán nuestra identidad cuando ya no estemos. Qué importante es cuidar, cuidarlo. Qué importante es aprender. Y dejarse enseñar.

 

Bibliografía

Frankel, D. (Director) (2006). El diablo viste de Prada [Película]. FOX 2000 Pictures.

Madonna (1994). Bedtime Stories. EEUU: Maverick, Sire, Warner Bros Records.

Madonna (2021). Madonna Confirms She’s Writing a Movie About Her Life. The Tonight Show Starring Jimmy Fallon [Vídeo]. Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=qZkKj3QHQPQ&t=370s

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