miércoles, 1 de junio de 2022

Palpitación salada...


Las cerezas me recuerdan a la playa, al sol, a la arena, me saben a mar. De pequeña casi siempre llevábamos, en un tupper, cuando íbamos a la playa. Nunca fui una niña muy frutera, pero esto sí me lo comía (porque tenía hambre y calor). Me pasaba la mañana en el agua (odiaba y odio el sol). Nadie podía sacarme del agua y lo sentía mi más preciado tesoro, mi hogar más acogedor. A lo mejor, mi más sincero hogar entonces… Ahora lo sigue siendo, pero no me hace falta ir a él para estar en casa. Me estoy comiendo unas cerezas, tienen un color rojizo oscuro y alguna gotita las rodea. Me las como y recuerdo un mar, pero no ese: las piedras, los rodillazos, cuidado con los pies. El sábado estuvimos en Sitges celebrando la fiesta (sorpresa) de despedida de Elena, una prima de Ane. Fue un día increíble. Desayunamos en una de mis cafeterías favoritas de Barcelona (todas juntas, en dos mesas, con un montón de sillas apiñadas alrededor de ellas… un paisaje al que no estamos acostumbradas pero que fue sencillamente perfecto). Después, en metro y tren a Sitges, donde cantamos una canción que se inventaron en el coche de ida a Barcelona y que se convirtió en la banda sonora del viaje, para desgracia del resto de personas del metro/tren. Íbamos dando el cante, hablando alto y de temas que a cualquiera le harían soltar una carcajada (entre el top: los pedos disimulados o no tan disimulados que todas nos tiramos). Me hizo gracia, porque allí yo no era la ruidosa ni la más pesada: todas estábamos en armonía. Una vez allí, la playita… dios mío el mar… nos cogimos todas de la mano y Diana pidió a unas señoras que estaban ahí antes de que llegáramos y con cara de muy pocos amigos que nos grabara entrando al agua; aunque a regañadientes, accedió («si tardáis más, paso», dijo) y nos cogimos todas de la mano corriendo hacia el agua. Estaba fresquísima, pero perfecta. La salida fue desastre total: así como habíamos entrado todas de la mano y a la vez, parece que, sin quererlo, decidimos salir de una en una, para que el resto pudiera descojonarse ante semejante espectáculo. Había una bajada bastante generosa hasta llegar a la arena del fondo, y la bajada estaba llena de piedras enormes (también una vez entrabas más en el agua, pero más dispersas). Era imposible salir sin clavártelas y pisarlas. Una salía, pisaba mal y se caía, la de detrás se reía de ella, pero pisaba mal también y se caía, y así una detrás de otra. «Madre mía, qué van a pensar de nosotras, ni una saliendo bien del agua», decían entre risas. Ane y yo nos quedamos las últimas contemplando las vistas (yo todavía no quería salir del agua) y nos dijeron salid, a ver cómo salís vosotras. Fue un poco desastroso, pero en comparación con el resto no había color . Luego, todas a corrillo a hablar, con los brazos en jarra, mientras Ane hacía algunas fotos por aquí y por allá. Compramos una cámara analógica de estas desechables; estamos viciadas a ellas, cada vez que pasa alguna fiesta o acontecimiento destacable (y nos cuesta poco destacar cualquier cosa) compramos una o dos. Cuando se revelan salen siempre fotones, tienen ese no sé qué especial de las fotos analógicas, y nos las dan en digital (que viene perfecto para enseñarlas al resto y para que cada quién se quede con las que más les gustan) y en físico, de forma que, sin quererlo, estamos haciendo ya nuestro álbum familiar. Luego, cuando termina ese «acontecimiento destacable» y viene esa tristeza de cuando acaba algo que ha sido perfecto, nos quedan todavía las cámaras, que llevamos a revelar después y que tardan dos o tres días en estar. Hoy nos han llegado las fotos en digital y las dos, que sabíamos que estarían esta tarde, llevábamos todo el día pensando en ello, aunque ninguna de las dos hubiera dicho nada al respecto. Las hemos visto mientras comíamos, recordando entre risas los instantes capturados, con algo de nostalgia y belleza en los ojos pero, sobre todo, con el corazón encogido, abrazado y caliente.

las fotografías son un modo de apresar una realidad que se considera recalcitrante e inaccesible, de imponerle que se detenga. O bien amplían una realidad que se percibe reducida, vaciada, perecedera, remota. No se puede poseer la realidad, se puede poseer (y ser poseído por) imágenes (…). No se puede poseer el presente pero se puede poseer el pasado (Sontag, 2022, pág. 455).








Estamos a miércoles, han pasado solo tres días desde que el fin de semana se acabó, pero mis recuerdos no hacen más que transportarme a la playa, al mar, a la comida, a la risa, al susto que les dimos a Silvia, Diana y Adriane escondiéndonos detrás de unas columnas a la salida del baño, de cómo Diana conseguía mover su tripa de forma que parecía que estaba embarazada para que le dejaran pasar al baño, mientras todas nos reíamos y, al ver que había otra chica mirando y riéndose, le decía «es broma, no estoy embarazada, solo estoy gorda». Veo todos esos recuerdos, el dolor de estómago de reírme y el descubrimiento de que, quizás, sí me gustan los boquerones y las almejas (pero los mejillones no, eso sí que no). En fin: vuelvo al pasado. En mi mente todo esta desordenado, roto, las risas vienen de la playa pero la broma estaba en un bar, había cerveza pero mi piel aún tenía sal, me vacío las bambas y las bragas en la ducha porque tengo arena en todas partes y estoy recordando como todas se bajan del metro, dejándonos a Ane, Jone y a mí solas de camino a nuestra casa, las vemos desde la puerta, cómo el grupo que ha salido se divide en dos y empieza a despedirse para ir en direcciones contrarias pero, al ver que nuestra puerta se cierra y que les decimos adiós pegadas al cristal de la puerta, se vuelven a juntar y a decirnos adiós mientras corren en dirección al metro que ya se va, entre risas y la mirada curiosa de una pareja que está a nuestro lado, y sé que se ríen también. «¡Nos vamos a ver en una hora!», decimos. Y sé que esa mirada curiosa desea, sé que esa pareja soy yo, sé que miro y pienso: ojalá ser parte de esa familia. Estoy tecleando estas palabras, pero también estoy agarrándome a la barandilla de metal del metro sonriendo y pensando que sí, que pertenezco… «Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía» (1990, pág. 45) dice José Hierro. La luz del sol hace que mi piel brille… también el agua… Miro las fotografías y son eternas, esa felicidad… Aunque deje de recordarlas, seguirán ahí, físicamente, podré tocarla con mis dedos… Me parece que cuando vayamos a recoger las fotos, olerán a sal… «La sensación de estar a salvo de la calamidad estimula el interés en la contemplación de imágenes dolorosas, y esa contemplación supone y fortalece la sensación de estar a salvo» (Sontag, 2022, pág. 458). ¿Y si es también al revés? ¿Y si, con el dolor, puedo ver estas imágenes de alegría, placer, felicidad pura y paz profunda, y sentirme como entonces? ¿Volver a casa, hacerme un hogar de recuerdos? Mis recuerdos, mi pasado más cercano, en el que vivo, del que me alimento, me dan paz… me hace sentir segura, a salvo… No hay dolor, no hay tristeza, no hay herida que pueda contra tanto, tanto… Hay tantas fotos, no hemos comprado álbum todavía, las tenemos unas encima de otras, en sobres, o sueltas… Pronto ya no sabré dónde meterlas, qué hacer con ellas; las fotos de polaroid van formando una pila cada vez más alta… no puede no verse. «Nunca / podrás mojar tu pie en el río / en que ayer lo mojaste. Busca / la eternidad, vive en la alta / contemplación de su figura» (Hierro, 1990, pág. 36). Leo estos versos en un libro que he cogido de la biblioteca, y al pasar las hojas veo que hay un pétalo de alguna flor seca que alguien ha puesto entre las páginas. ¿Quién? Si hubiese dejado una fotografía de su retrato, tampoco sabría quién es. Un pétalo seco… es como dejar algo de ti, un instante de vida, algo que una vez fue una flor, para que otro lo vea. Del mismo modo que las fotografías, esto permanecerá para siempre, recordando algo, albergando un recuerdo que solo quien allí lo dejó sabe… Hacemos fotos, fijamos recuerdos en formas químicas que no entendemos para permanecer, para seguir aquí… para que alguien nos recuerde. ¿Alguien nos entenderá? ¿Qué pensaría esa persona cuando dejó allí esa hojita seca, en ese poema? ¿Sufriría, conocería el dolor? ¿Sería ahora feliz, por eso leería a Hierro? Cuando me enseñaron a Hierro, no fui capaz de valorarlo suficiente. Me gustó… pero no lo entendí. «Busca la eternidad» … hago fotos, bueno, Ane las hace, yo lo intento. ¿Fijaré algo? ¿Permanecerán los recuerdos? ¿Se quedarán conmigo, serán mi salvación, mi hogar, mi mar cuando esté triste? Todavía me quedan ciruelas. El sol empieza a caer, Ane está apunto de volver de la piscina (creo que ella también persigue el mar…). Lo sé: esta es mi eternidad. Estoy rodeada de mar. Cuando no lo veo con mis ojos, lo evoco, me envuelve. De alguna forma, siempre me rodea… Cojo un pétalo de las rosas secas que siguen aquí, las de Sant Jordi, y la coloco entre las páginas del poemario de Hierro. El poema se llama «La playa de ayer»: es increíble cuando todo encaja y se comunica [1]… Mi pétalo es un pétalo de mar, de agua, de sal. Está ligado a mí, a mi hogar, a mis recuerdos… Cuando alguien la encuentre, ¿flotará?

 

 

Bibliografía

Sontag, S. (2022). De Sobre la fotografía. En D. Rieff (Ed.), Obra imprescindible (pág. 447-467). Barcelona: Literatura Random House.

Hierro J. (1990). Antología poética (J. Olivo Jiménez, Ed.). Madrid: Alianza Editorial.



[1] «Cuántas lamentaciones ante el muro / coronado de pálidas almenas… / (No estoy seguro…) Un canto de sirenas / o de cadenas… (Ya no estoy seguro…) / Palpitación salada… / Y el conjuro / de la aventura… Sobre las arenas, / pasos… (no estoy seguro…), o eran penas, llagas de sombra sobre el oro puro. / Y eran las nubes y las estaciones… / Y alguien pasaba… Y alguien trasponía / puertas de niebla, alcazáres de espanto, / mar con marfil de las constelaciones… / y se ocultaba, / y reaparecía, / hijo del gozo con su cruz de llanto…» (Hierro, 1990, pág. 117). Los versos vienen… y van… vienen… y van… como las olas… como el mar… El ejemplar seguirá en la biblioteca de hispánicas de la UB, incluso cuando me vaya. ¿Mi pétalo seco, de mar, seguirá allí?




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