lunes, 2 de mayo de 2022

La temporalidad del domingo


Antes odiaba los domingos. No conseguía disfrutarlos. Solo veía el futuro, lo siguiente, lo que se veía venir: el lunes. La semana, la rutina que vuelve. Odiaba los domingos. Recuerdo que mi día favorito de la semana era el viernes (sigue siendo uno de mis favoritos, claro). Siempre me pasa eso: me adelanto a los acontecimientos. Una amiga dijo el otro día que tengo letra de persona a la que le va la cabeza a mil por hora, y que no tiene tiempo a pensar en hacer buena caligrafía. Me reí, pero no se me fue de la mente. ¿Es verdad que no dejo de pensar nunca, que voy tan deprisa, que me adelanto a todo? ¿En qué lugar me deja eso? ¿Puedo disfrutar de algo así? Si siempre me adelanto, cuando se me acabe la ilusión por algo venidero que no esté en el presente, ¿se acabará mi alegría? No se me ha ido de la mente y quizás sea precisamente porque pienso mucho. Demasiado… estoy en todas partes, pero ¿estoy en alguna? Antes odiaba los domingos y eso explicaba que adorara los viernes. Por eso últimamente me sorprendo a mí misma ante el fenómeno que estoy experimentando. Desde hace algún tiempo, el domingo es el único día en que Ane y yo estamos completamente libres de forma segura, sin trabajo, sin clases, nada, solo el domingo y nuestra libertad. También, desde hace algún tiempo, el domingo es el día dedicado a aprovecharlo para hacer alguna comida que requiera más tiempo (ese del que habitualmente carecemos, o no queremos usar para limpiar y cocinar, por más que me guste cocinar); no solo por tener más tiempo para cocinar con calma y limpiar después, sino también por el hecho de poder disfrutar de la comida de forma mucho más pausada, sin engullir y salir corriendo a quién sabe qué. Ese día, el sol mañanero que se cuela por la única ventana que tiene nuestra casa nos despierta con su calidez (algo no siempre deseable) y nosotras nos desperezamos despacio; es que hay tiempo para hacerlo. La casa por las mañanas es un lugar inusual e increíblemente placentero: todo está en calma, tranquilo todavía. No hay nada que recoger, nada que hacer, porque todavía no se ha deshecho nada. El día se despierta con nosotras y todavía queda tanto para que termine que las posibilidades se vuelven riquísimas. Nos levantamos y, de golpe, esa antigua tranquilidad y calma se ve sustituida por música a todo volumen (es domingo por la mañana, nos lo podemos permitir), y esta nos acompaña durante nuestros quehaceres. A Ane no le gusta especialmente cocinar. Creo que en el fondo si lo disfruta… lo lleva en la sangre. Pero la pereza le supera en muchas ocasiones, por eso soy yo la que acostumbra a empezar la cocina. Aunque no siempre soy yo la que la acaba. La casa huele… y eso le quita la pereza de un plumazo. Es media mañana, música, cierta brisa primaveral (casi acabándose…), el borboteo de algún plato cocinándose en la olla o en la sartén, despacio, hoy hay tiempo y la comida también lo sabe. Me gusta hacer arroz porque puedo hacerlo despacio, disfrutar el sofrito, ver cómo el arroz va cambiando de tono y de forma, primero translúcido luego, poco a poco, blanquecino, hasta que está hecho del todo. Pero también otras cosas. La última vez, este pasado domingo: pollo al curry. Hacía mucho que no lo hacía y como no puedo evitarlo, busqué alguna otra receta para cambiar un poco la que tanto hacía antes. Cocinar me ilusiona, me despierta los sentidos, me hace permanecer en el presente. Cuando me obsesiono con una receta, me vuelvo loca buscando variantes de la misma: quiero que sea perfecta. Y también quiero que sea mía. No veo el momento de que por fin llegue el día que he establecido para cocinar esa receta en la que pienso hasta quedarme dormida (de verdad, es obsesión pura). Pero, cuando llega el día, me quedo. Porque ese olor, ese sabor… es caduco. Terminará en mi estómago, o en el de Ane, o en el de las amigas o la familia. En fin: terminará. Pero no mientras siga aquí. Así que estoy haciendo el pollo al curry… también recogiendo y limpiando. Y una vez se termina de hacer la comida toca disfrutarla. Comemos despacio, ¿te gusta? Los sabores se deshacen en nuestra boca, se mezclan, pero todo es pausado. Casi puedo saborearlo aún, si pongo empeño… Estaba picante, solo puse una guindilla, pero estuvo cocinándose despacio durante veinte minutos con ella, por lo que su sabor se notaba. Quizás no os guste el picante… quizás no os guste el curry… pero esos sabores tan salados e intensos en contraposición con el toque de canela y de bebida de coco son simplemente perfectos. Admito que disfruto más aquellos platos que hago sin carne ni pescado, aunque la curiosidad que me invade siempre es tanto una suerte como una desgracia. Después, cuando los sabores ya han muerto en nuestra lengua, nos cambiamos y salimos. Después de comer, paseo. Me ha costado mucho incorporar esto, soy una persona tremendamente sedentaria. Es algo contra lo que estoy luchando (aunque el término bélico es de todo menos deseable). Supongo que mi actitud sedentaria se debía a mi falta de ilusión, mi falta de pasión… Si mi forma de ver el mundo cambia, también lo hará la forma de encarar el mundo, la forma de vivir. Es algo que he aprendido también estos últimos tiempos… Vamos a pasear y la calidez del sol tan agradable que nos rozaba la piel por las mañanas se vuelve abrasadora y detestable. Ya llega el verano, y esa es una pésima noticia para mí. Vamos comentando esto, también mientras subimos las inmensas escaleras que hay antes del parquecito a donde vamos. Son escaleras bajas, al principio no cuesta, pero cuando llevas unas cuantas seguidas empiezas a notar como todo se endurece y pesa más que antes. Las dos respiramos por la boca, ya estamos cansadas y aún queda. Pero por fin llegamos arriba: la ciudad se ve ahora baja. En el parque hay mucha gente: ambiente piscina, así lo hemos denominado. Gente jugando, gente corriendo, niños, gente tumbada al sol o a la sombra con toallas, gente paseando, algunos se tumban con los amigos y hacen un picnic improvisado, otros beben mate (cada domingo vemos a alguien bebiendo mate tumbado en una toalla, se ha convertido en casi una tradición). Vemos un lugar a la sombra donde sentarnos. El calor del paseo va bajando, aunque nuestras respiraciones siguen algo más fuertes que de normal. Empezamos a notar el frescor del aire, algo que caminando apenas se notaba. Nos acomodamos y miramos a la gente, el paisaje, las flores. Mi cabeza va rápido aunque mi cuerpo descanse. Y aunque luego se lo explico a Ane, llevo ya un rato pensando: cuánta paz da esto. Mi cuerpo se relaja después del paseo, pero no es solo eso lo que siento. Las ramas de los árboles bailotean con el viento, oigo una fuente que tengo a mi derecha, se escuchan voces, lejanas… solo se oyen, no se logra captar de qué hablan, ¿será interesante? Hay zonas al sol y otras a la sombra, la gente busca el mejor sitio. Algunos sacan fotos. Miro el cielo. Las nubes se mueven, buscándome, o yo a ellas. Noto la irregularidad de las piedras sobre las que estoy sentada, también las estoy tocando con las manos. Me he mojado un poco las manos en la fuente (se lo he copiado a Ane). Algún pájaro silba a lo lejos, quizás se intenta comunicar con nosotras… ¿Cómo explicar esta paz? Es una tranquilidad originaria, primigenia… no está en mí, está en el principio de los tiempos…

Lograban que el pasado pareciera al alcance de la mano como ninguna otra cosa podría hacerlo: en ese lugar había unos seres vivos que habían sido plantados y cuidados por un ser vivo ya fallecido, pero los árboles que estaban vivos en vida de Pleasant seguían estándolo en la nuestra y tal vez continuaran tras nuestra muerte. Cambiaban la estructura del tiempo (Solnit, 2022, pág. 16).

El tiempo… No estoy esperando. Este es mi presente. Creo que me gustan los domingos… quizás ahora no me antepongo, no como antes… quizás ahora sea capaz de disfrutar del presente. Solo mientras siga así. Si este es siempre mi presente, no hay futuro al que necesite anticiparme…

 


Bibliografía

Rebecca Solnit (2022). Las rosas de Orwell. Barcelona: Lumen.


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