Antes odiaba los domingos. No
conseguía disfrutarlos. Solo veía el futuro, lo siguiente, lo que se veía
venir: el lunes. La semana, la rutina que vuelve. Odiaba los domingos. Recuerdo
que mi día favorito de la semana era el viernes (sigue siendo uno de mis
favoritos, claro). Siempre me pasa eso: me adelanto a los acontecimientos. Una
amiga dijo el otro día que tengo letra de persona a la que le va la cabeza a
mil por hora, y que no tiene tiempo a pensar en hacer buena caligrafía. Me reí,
pero no se me fue de la mente. ¿Es verdad que no dejo de pensar nunca, que voy
tan deprisa, que me adelanto a todo? ¿En qué lugar me deja eso? ¿Puedo
disfrutar de algo así? Si siempre me adelanto, cuando se me acabe la ilusión
por algo venidero que no esté en el presente, ¿se acabará mi alegría? No se me
ha ido de la mente y quizás sea precisamente porque pienso mucho. Demasiado…
estoy en todas partes, pero ¿estoy en alguna? Antes odiaba los domingos y eso
explicaba que adorara los viernes. Por eso últimamente me sorprendo a mí misma
ante el fenómeno que estoy experimentando. Desde hace algún tiempo, el domingo
es el único día en que Ane y yo estamos completamente libres de forma segura,
sin trabajo, sin clases, nada, solo el domingo y nuestra libertad. También,
desde hace algún tiempo, el domingo es el día dedicado a aprovecharlo para
hacer alguna comida que requiera más tiempo (ese del que habitualmente
carecemos, o no queremos usar para limpiar y cocinar, por más que me guste
cocinar); no solo por tener más tiempo para cocinar con calma y limpiar
después, sino también por el hecho de poder disfrutar de la comida de forma
mucho más pausada, sin engullir y salir corriendo a quién sabe qué. Ese día, el
sol mañanero que se cuela por la única ventana que tiene nuestra casa nos
despierta con su calidez (algo no siempre deseable) y nosotras nos desperezamos
despacio; es que hay tiempo para hacerlo. La casa por las mañanas es un lugar
inusual e increíblemente placentero: todo está en calma, tranquilo todavía. No
hay nada que recoger, nada que hacer, porque todavía no se ha deshecho nada. El
día se despierta con nosotras y todavía queda tanto para que termine que las
posibilidades se vuelven riquísimas. Nos levantamos y, de golpe, esa antigua
tranquilidad y calma se ve sustituida por música a todo volumen (es domingo por
la mañana, nos lo podemos permitir), y esta nos acompaña durante nuestros
quehaceres. A Ane no le gusta especialmente cocinar. Creo que en el fondo si lo
disfruta… lo lleva en la sangre. Pero la pereza le supera en muchas ocasiones,
por eso soy yo la que acostumbra a empezar la cocina. Aunque no siempre soy yo
la que la acaba. La casa huele… y eso le quita la pereza de un plumazo. Es
media mañana, música, cierta brisa primaveral (casi acabándose…), el borboteo
de algún plato cocinándose en la olla o en la sartén, despacio, hoy hay tiempo
y la comida también lo sabe. Me gusta hacer arroz porque puedo hacerlo
despacio, disfrutar el sofrito, ver cómo el arroz va cambiando de tono y de
forma, primero translúcido luego, poco a poco, blanquecino, hasta que está
hecho del todo. Pero también otras cosas. La última vez, este pasado domingo:
pollo al curry. Hacía mucho que no lo hacía y como no puedo evitarlo, busqué
alguna otra receta para cambiar un poco la que tanto hacía antes. Cocinar me
ilusiona, me despierta los sentidos, me hace permanecer en el presente. Cuando
me obsesiono con una receta, me vuelvo loca buscando variantes de la misma:
quiero que sea perfecta. Y también quiero que sea mía. No veo el momento de que
por fin llegue el día que he establecido para cocinar esa receta en la que
pienso hasta quedarme dormida (de verdad, es obsesión pura). Pero, cuando llega
el día, me quedo. Porque ese olor, ese sabor… es caduco. Terminará en mi
estómago, o en el de Ane, o en el de las amigas o la familia. En fin:
terminará. Pero no mientras siga aquí. Así que estoy haciendo el pollo al
curry… también recogiendo y limpiando. Y una vez se termina de hacer la comida
toca disfrutarla. Comemos despacio, ¿te gusta? Los sabores se deshacen en
nuestra boca, se mezclan, pero todo es pausado. Casi puedo saborearlo aún, si
pongo empeño… Estaba picante, solo puse una guindilla, pero estuvo cocinándose
despacio durante veinte minutos con ella, por lo que su sabor se notaba. Quizás
no os guste el picante… quizás no os guste el curry… pero esos sabores tan
salados e intensos en contraposición con el toque de canela y de bebida de coco
son simplemente perfectos. Admito que disfruto más aquellos platos que hago sin
carne ni pescado, aunque la curiosidad que me invade siempre es tanto una
suerte como una desgracia. Después, cuando los sabores ya han muerto en nuestra
lengua, nos cambiamos y salimos. Después de comer, paseo. Me ha costado mucho
incorporar esto, soy una persona tremendamente sedentaria. Es algo contra lo
que estoy luchando (aunque el término bélico es de todo menos deseable).
Supongo que mi actitud sedentaria se debía a mi falta de ilusión, mi falta de
pasión… Si mi forma de ver el mundo cambia, también lo hará la forma de encarar
el mundo, la forma de vivir. Es algo que he aprendido también estos últimos
tiempos… Vamos a pasear y la calidez del sol tan agradable que nos rozaba la
piel por las mañanas se vuelve abrasadora y detestable. Ya llega el verano, y
esa es una pésima noticia para mí. Vamos comentando esto, también mientras
subimos las inmensas escaleras que hay antes del parquecito a donde vamos. Son
escaleras bajas, al principio no cuesta, pero cuando llevas unas cuantas
seguidas empiezas a notar como todo se endurece y pesa más que antes. Las dos
respiramos por la boca, ya estamos cansadas y aún queda. Pero por fin llegamos
arriba: la ciudad se ve ahora baja. En el parque hay mucha gente: ambiente
piscina, así lo hemos denominado. Gente jugando, gente corriendo, niños, gente
tumbada al sol o a la sombra con toallas, gente paseando, algunos se tumban con
los amigos y hacen un picnic improvisado, otros beben mate (cada domingo vemos
a alguien bebiendo mate tumbado en una toalla, se ha convertido en casi una
tradición). Vemos un lugar a la sombra donde sentarnos. El calor del paseo va
bajando, aunque nuestras respiraciones siguen algo más fuertes que de normal.
Empezamos a notar el frescor del aire, algo que caminando apenas se notaba. Nos acomodamos
y miramos a la gente, el paisaje, las flores. Mi cabeza va rápido aunque mi
cuerpo descanse. Y aunque luego se lo explico a Ane, llevo ya un rato pensando:
cuánta paz da esto. Mi cuerpo se relaja después del paseo, pero no es solo eso
lo que siento. Las ramas de los árboles bailotean con el viento, oigo una
fuente que tengo a mi derecha, se escuchan voces, lejanas… solo se oyen, no se
logra captar de qué hablan, ¿será interesante? Hay zonas al sol y otras a la
sombra, la gente busca el mejor sitio. Algunos sacan fotos. Miro el cielo. Las
nubes se mueven, buscándome, o yo a ellas. Noto la irregularidad de las piedras
sobre las que estoy sentada, también las estoy tocando con las manos. Me he
mojado un poco las manos en la fuente (se lo he copiado a Ane). Algún pájaro
silba a lo lejos, quizás se intenta comunicar con nosotras… ¿Cómo explicar esta
paz? Es una tranquilidad originaria, primigenia… no está en mí, está en el
principio de los tiempos…
Lograban que el pasado pareciera al alcance de la mano
como ninguna otra cosa podría hacerlo: en ese lugar había unos seres vivos que
habían sido plantados y cuidados por un ser vivo ya fallecido, pero los árboles
que estaban vivos en vida de Pleasant seguían estándolo en la nuestra y tal vez
continuaran tras nuestra muerte. Cambiaban la estructura del tiempo (Solnit,
2022, pág. 16).
El tiempo… No estoy esperando. Este es mi presente. Creo que me gustan los domingos… quizás ahora no me antepongo, no como antes… quizás ahora sea capaz de disfrutar del presente. Solo mientras siga así. Si este es siempre mi presente, no hay futuro al que necesite anticiparme…
Bibliografía
Rebecca
Solnit (2022). Las rosas de Orwell.
Barcelona: Lumen.
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