Me siento en el principio. No sé decirlo mejor. Nos hemos levantado a desayunar. Mis suegros, Ane, el yayo y yo. Estamos en el Gaucho los cinco. Está tranquilo, es pronto por la mañana y apenas hay nadie. Hablamos con tranquilidad mientras nos bebemos el café. Aún estoy algo adormilada. Se está bien, tengo el abrigo puesto. El viento es fresco. Creo que ayer hablaron de ir a ver algún sitio, no lo recuerdo bien. Somos cinco, así que no cabemos en el coche (vamos en el Lupo, nos va a enterrar a todos, estoy segura), así que mi suegra dice que irá caminando, nos esperará en la Barca. Nos montamos los cuatro en el coche, mi suegro conduce. El yayo mira por la ventana, como yo. Adoro este paisaje. El motor del coche se escucha fuerte y el aire entra deprisa por la rendija de la ventanilla que está bajada. La radio está puesta, pero apenas se escucha. La carretera está prácticamente solitaria, verde a cada lado. Nos metemos por un camino que está hecho del paso de los coches, a un lado las cosechas y al otro, árboles, tocando el río. Hace unos meses subió el río, inundándolo todo. De la Barca apenas se veía la caseta. Por eso ese camino que está hecho del propio roce de los coches, de las deformaciones de las ruedas, también se ha deformado con el agua. El coche se mueve muchísimo, hay muchos baches. Siento un poco de miedo, pero por algún motivo sonrío. No sé si es esa adrenalina de sentir el peligro o si es que manifiesto el miedo con una sonrisa (curiosa forma…). Pero llegamos a un gran boquete y mi suegro se para. ¿Qué hacemos?, pregunta. Y que lo pregunte él, que siempre se arma de valor para estas cosas, siempre se mete por los lugares más insospechados (cuántas historias me han contado de mi suegra sufriendo cada vez que se mete por algún camino que no evoca ningún tipo de seguridad). El yayo: ¡con dos cojones! Pues ahí que vamos. El coche se hunde en el bache y sale, apenas sin dificultad. Donde no pueda ir este coche… Todos nos reímos, lo que dice el yayo va a misa. Seguimos el camino, a veces el río se acerca y parece que lo tengo aquí mismo, junto a mi ventanilla. Paramos en lo que llaman ‘la T’. Nos bajamos y nos adentramos entre los árboles y las piedras. Me siento torpe, noto mi falta de costumbre, frente a mi suegro que se abre camino sin dificultad. Ane va delante de mí. Cuando llegamos lo entiendo: hay un bloque de piedra en forma de T frente al río solitario. Es inmenso, a cada lado, azul verdoso. Delante y detrás de mí: los árboles. Sobre mi cabeza: el infinito. Admiramos el río, somos tan insignificantes… Se mueve sin prestarnos atención, avanza… Sigue su curso. También nosotros, que nos damos la vuelta y volvemos hacia el coche. El yayo ha salido también y está señalando con su bastón algo que hay inscrito en la roca. Esto lo construimos nosotros, dice. En la roca pone un número, la cantidad de bloques de piedra que se trajeron para construir ese pequeño camino. Él vio esa tierra sin piedra, y cambió su paisaje. Ahora lo veo yo, jamás sabré cómo fue antes. Y esa piedra seguirá allí, mucho después… Bajo la mirada atenta de los árboles. ¿Recordarán, ellos? ¿Nos recordarán? Nos montamos de nuevo en el coche y seguimos. Mi suegro nos quiere llevar a lo que él llama su lugar favorito. Volvemos a la carretera durante un rato y en seguida llegamos (todo está cerca y lejos en el pueblo). Subimos una gran cuesta antes de llegar por fin al sitio y el yayo suelta: «me cago en Dios voy a echar el almuerzo», pero al segundo siguiente ya estamos arriba y sin pausa sigue, «joder qué vistas». Las vistas son increíbles, y la escena ya se ha convertido en una anécdota. Salimos del coche de nuevo los tres, el yayo se queda. Nos adentramos entre los hierbajos y las rocas y él nos guía hacia el lugar. Me vuelvo a sentir torpe y pienso, ¿cómo ha descubierto este lugar? Jamás se me ocurriría meterme por aquí, a cada paso veo mi cabeza rodando por la hierba hasta caer al río. Al menos sería un final poético. Y cuando pienso que ese sitio no debe ser para mí, al menos no para una persona con tan poco equilibrio y control sobre sus actividades motrices, dice: «aquí». Debajo de unos árboles: ahí está, el río, inmutable, como antes, como si no nos hubiésemos ido, como si siguiésemos ahí, ¿nos habrá echado de menos? Es el mismo, o quizás es otro; dos diminutas personas se ven muy muy abajo, en dos diminutos barcos, ¿se habrán encontrado en el río? «Con lo poco que soy y mira todo esto», dice mi suegro, mientras levanta sus brazos hacia el agua, como abrazándolo. El mundo se ve tan grande, tan inmenso frente a nosotros. Veo esto, estoy aquí. La paz me invade… estoy en el lugar en donde debo estar. La infinitud me invade, me atraviesa, se apodera de mí. Todo es tan inmenso y sin embargo… aquí estamos, en un lugar insignificante, ocupando un espacio insignificante, pero viviendo tanto… Sufriendo y amando tanto… Que inmensamente pequeñas son nuestras emociones, en comparación con todo esto, con el agua… Puedo ver esto, puedo estar aquí, tengo esa suerte, esa fortuna. Frente a todas las cosas, puedo vivir este instante.
Volvemos sobre nuestros pasos y mi suegro
se queda atrás, está cogiendo unos ramilletes de romero. «Mira qué bien huele,
para el coche». Lo huelo y pienso en la tierra, en su generosidad. Somos
siervos de la tierra. Nos montamos en el coche y el yayo ve el ramillete. «¿Le
ponemos a la abuela?», dice. Y todos vemos perfecta esa decisión espontánea,
así que vamos a verla. Nunca he estado en el cementerio de Azagra. Adoro los
cementerios, puede parecer un lugar tétrico, lúgubre, triste… Y lo es, pero
también lo es la vida y no dejamos de adorarla mientras sea buena. Los
cementerios me parecen un lugar que honrar: es nuestra historia. También
debemos honrar la tristeza, al menos así lo pienso, al menos yo: es mi
historia. Llegamos al cementerio. Verjas negras abiertas, nos esperan. Los
muertos siempre esperan… Las paredes son blancas, el cielo azul, las nubes nos
siguen con la mirada. No hay nadie, o mucha gente… Nos adentramos en sus
caminos, en sus callejuelas, en sus ríos… Siempre hay agua. Encontramos su tumba. Familia Berisa Gurrea, reza la inscripción blanca sobre la piedra negra. Nos reflejamos en
ella. Hay flores en la tumba del tío, a la derecha, pero el recipiente negro de
las flores que hay sobre la tumba de la izquierda, donde descansa la abuela,
está vacío. Los cuatro observamos en silencio las tumbas, y también el
silencio, nuestro silencio… Nos miramos y nos devuelven la mirada. Mi suegro
deja el romero sobre la tumba de su madre y coge el recipiente negro, que está
esperándole. Se agacha sobre la tierra que hay justo al lado de la tumba y con
sus manos hace un agujero en la tierra para coger un poco y ponerla en el
recipiente. Lo hace con esmero, con calma, con cuidado… Se asegura de que haya
suficiente tierra, no hay prisa… Cuando considera que ya hay suficiente, coge
el recipiente y va a una fuente que hay cercana, para llenarlo con un poco de
agua, para mojar la tierra. Agua para el agua… Vuelve con nosotros, huele a
tierra, a humedad, y coge el romero y lo hunde en esa tierra que ha cogido con
sus manos, hunde el romero, se asegura de que quede enderezado, de que no se
vaya a ir volando. Y coloca el recipiente, ahora lleno, ahora con agua, ahora
huele bien… sobre la tumba de su madre. El silencio se saborea, el silencio nos
acaricia el alma. Me emociono al presenciar esa escena, pero intento
disimularlo, miro para arriba y las nubes me consuelan. Sé que estoy aquí, en
este instante, en este río, siempre amé el mar, mi casa está allá donde haya
mar, pero supongo que el río también es mi casa, supongo que mi casa es allá
donde haya agua, y siento que esta es mi casa, siento que esta es mi historia,
siento que este es mi presente… He escogido este lugar, o el azar lo ha hecho…
no sé cómo he llegado aquí pero estoy aquí, tengo esa suerte… Podrían haber
pasado tantas cosas y sin embargo, este es mi presente. Y siento que también es
mi pasado, me siento parte de este pasado. Y sé que será también mi futuro.
Este río… este río que me habita y que me da hogar y calidez, y me llama, me
nombra, sabe mi nombre, sabe quién soy… Igual me conoce mejor que mi propio
mar, ¿es eso posible? Con lo poco que soy y mira… Pienso y me pregunto por qué,
por qué aquí, por qué esto. «Si no tuviera el viento / de los mares / para
viajar mis ansias, / ¿dónde, amor, la esperanza?» (de la Torre, pág.
91). Aunque no siempre haya vivido aquí, esta es mi esperanza. Construyo mi
futuro; si soy algo, es una mirada, un lugar que ser y al que ir. Todo esto y
el cementerio sigue tan tranquilo, tan silencioso, tan solitario, como si
nuestra presencia no hubiera cambiado nada. Pero hay algo diferente… hay algo
distinto en el ambiente. Nos subimos de nuevo al coche y veo alejarse el
cementerio desde la ventana. No estoy triste… siento el peso de mi corazón
dentro de mi pecho. Miro a Ane. Me sonríe y le cojo con fuerza la mano. Estoy
aquí. En este paisaje, en este instante. Eso, eso es lo que he descubierto:
este es mi paisaje. Mi alma lo reconoce, como si se reencontrara, como si nunca
se hubiese ido… Cuando vuelvo no es un retorno, «todo es siempre ahora» (Elliot, pág. 47); si escribo este instante, ¿permanecerá siempre en mi presente? Escribo
para recordar, para guardar mi memoria, para dar sentido, para darme sentido…
Si escribo esta historia, este pasado, en primera persona, ¿podré decir que es
mía? Si cierro los ojos, el río está en el fondo de mi memoria, moviéndose sin
pausa, guardando silencio, observándome volver a él, en silencio. Me reconoce,
y yo a él… Y en eso vivo.
Bibliografía
De
la Torre, Josefina (2020). Oculta palabra cierta. Antología
poética (M. Patrón Sánchez, Ed.). Sevilla: Editorial
Renacimiento.
Elliot,
T. S. (2021). Cuatro cuartetos (J. E. Pacheco, Ed.).
Madrid: Alianza Editorial.


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