Luna Miguel, en Leer mata, cita a Blanchot: «escribir la
autobiografía de uno mismo, ya sea para confesarse, ya sea para analizarse, ya
sea para exponerse a los ojos de todos, al modo de una obra de arte, quizás es
tratar de sobrevivir, pero mediante un suicidio perpetuo, muerte total en
cuanto fragmentaria» (2022, pág. 75). Es difícil evocar la memoria sin doler,
sin morir. Es difícil contar sin herir. Escribo sobre mí misma, a veces. Pero
no sé por qué. ¿Pretendo sanar, herir, crear belleza, romper la belleza,
sobrevivir? ¿Lo consigo, acaso? Nada. Quería escribir sobre cómo siento mi
identidad ahora mismo, en este preciso instante, cómo siento que me he
convertido en una esposa, ama de casa, una madre, una don nadie, lo duro que es
hacer tanto y no ser nada. ¿Por qué cuando pensamos en esas mujeres de hace
años (o incluso de este año) que limpian, que cuidan, que dan todo, decimos que
solo hacen eso? Solo limpian, solo te
hacen la comida, solo mantienen
literalmente toda tu vida. Esas mujeres, madres, esposas, sostienen el mundo, siempre
lo han hecho. Y son anónimas, no sabemos cómo se llaman, no sabemos cómo sentían,
qué sentían. Llevo días preguntándome: ¿cómo no se suicidaron? Me levanto,
salgo, vuelvo, hace calor, friego los cacharros, hago la comida, la pica vuelve
a llenarse, hago la cama, comemos, me quedo sola de nuevo, ocupo mi tiempo en
cosas que me hacen olvidar que me sobra demasiado tiempo, hago otra vez la
comida, la pica sigue llena, ahora todavía más, sigue haciendo calor, cenamos, vivo
unos minutos y en seguida ya tengo sueño, me voy a lavar los dientes y por el
camino veo la pica llena que tendré que fregar mañana, otra vez, levantarme, fregar,
cocinar, limpiar, hacer la cama, cocinar, cenar, dormir, levantarme, fregar,
cocinar… Cuando llega la noche y por fin llega ella, la vida se relaja un poco,
mis pensamientos se pausan, nos abrazamos y hablamos, está muy cansada así que
le hago cosquillas, la animo, hablamos. Quizás no está todo perfecto ahora
mismo, pero lo estará, nos prometemos eso, nos hacemos promesas que no sabemos
si nosotras podremos siquiera cumplir. ¿De qué depende? Nos creemos videntes,
sí, sí, estará todo bien, lo siento, lo he visto, mis corazonadas palpitan en
mi interior y yo las interpreto, les doy sentido, digo ¡sí! ¡Ahí está! ¡Así
será nuestro futuro! Es que mi corazón ha palpitado de una forma especial que
no hace normalmente, y tiene que ser por eso. Damos sentido, ¿lo tiene? ¿Algo? Nos
dormimos, sigue haciendo calor, me pica todo el cuerpo porque los mosquitos no
tienen piedad conmigo. Me paso el día pegada a mi cuerpo y mi cuerpo es una
compañía terrible, suda, pica, sufre. Intento despistarlo, me duermo, me abrazo
al sueño, así no pienso, así no existen preocupaciones, ni hay que fregar, ni
olvidar. Ni ocupar mi tiempo. Cuando duermo no hay tiempo. Cuando duermo no hay
nada. Pero me despierto, ella se va. Otro día más. Es que todos son idénticos.
Siento que algo en mi cuerpo, algo familiar, empieza a ocupar, empieza a hacerse notar, a teñir, a reírse de mí. A veces lloro y en seguida me duele la
cabeza, ya no sé si es el calor o el dolor. Pienso que mi tristeza es como la
arena de la playa, hay tanta, es tan diminuta, se cuela por todas partes y te
la sacudes bien, una vez tras otra, pero cuando llegas a casa y te desvistes y
sacas las cosas de la mochila… empiezas a oír cómo cae al suelo, porque es prácticamente invisible cuando se cuela en los bolsillos y en los pliegues de la ropa, pero sabes que está ahí. Suena, pinta el suelo. Veo esos
diminutos bultitos mínimamente iluminados por la luz que entra por la ventana,
colándose en cualquier rincón de la casa. Me cuesta mucho deshacerme de la
arena de la playa. Me cuesta… Me gusta el mar, me gusta mirarlo, escucharlo, me
relaja, no pienso, o pienso mucho, pero está bien, veo el horizonte, no llego a
terminarlo, y eso está bien, sé que sigue, está bien. El mar devuelve la arena,
la recoge, la arrastra y la devuelve. Continuamente. Hay tanta. En La bajamar la presencia del agua, del
mar, del río es constante. Es un recuerdo, es el origen, es una historia
familiar. Es como una caracola… acercas el oído y siempre se escucha el fondo
del mar. Solo si aguzas bien el oído… Sus protagonistas intentan recordar,
intentan dejar su memoria a alguien, hacerla constar, que exista, que no se
olvide… Si no se olvida ellas vivirán, pero la memoria es confusa… Y duele.
¿Cómo tratarla? ¿Cómo hablar de ella sin herirte? Es difícil establecer una
memoria, hablar de tu memoria, hablar de tu presente, o de lo que fue, o de lo
que esperas que sea… Es difícil porque las palabras crecen en la boca del estómago
y es justo ahí donde empiezan a doler. Y su recorrido es lento, va despacio,
tiene mucho camino para herir. En la garganta se forma un nudo, tú ya sabes qué
hay ahí… qué intentas decir… por eso el nudo, no sabes deshacerlo, seré ama de casa,
pero nunca me enseñaron a coser… soy una esposa de otro mundo, de un mundo en
dónde no debería haber ya esposas… pero el sistema se empeña en crearlas. No sé
deshacerlo y lo vomito. Sale de mi boca ensuciándome, provocándome un sabor
agrio, amargo, que me irrita por dentro. Evocar la memoria… Para Blanchot es un
suicidio, es una rotura, es una fragmentación inevitable. Y sí, puede que lo
sea, lo es. ¿Pero no es acaso vivir también una forma de suicidio, una forma de
dar muerte, de romper, de doler, de herir, de tratar de sobrevivir? Quizás
escribiendo solo tratamos de establecer, de ocupar, de dejar una constancia…
algo que no pueda olvidarse… puedo elegir no volver aquí, pero si lo hago, sé
que recordaré esto, este instante, este momento, el nudo, la arena, fregar,
recoger, cocinar, el calor… Es verano, ¿sabías? Y siento que tengo la playa en
casa, pero el mar me queda tan lejos… Ojalá lograra escucharlo. Ojalá estás
letras fueran el fondo de una caracola...
Miguel,
L. (2022). Leer mata. Valencia: La Caja Books.
Moreno
Durán, A. (2022). La bajamar. Barcelona: Random
House.