domingo, 24 de agosto de 2025

Soledad y el mar

 


Hacía ya un tiempo que no conseguía ordenar mi cabeza. El calor me seca el cerebro. No soy capaz de pensar, o no con propiedad. Pienso demasiado, pero cosas inútiles, agotadoras, desérticas. El último libro que me acabé (según tengo anotado al lado del ex libris) fue en julio: la Vida Nueva de Dante. Al lado de la fecha, un paréntesis: “lo he AMADO”. La verdad es que me encantó. Me lo compré en el primer cuatrimestre del máster y lo guardé en la estantería, y ahí seguía, intocable, todo este tiempo después. Supongo que me imponía de alguna manera, aunque no hacía más que cogerlo, mirarlo, hojearlo, como si me llamara de alguna manera. Finalmente me decidí a leerlo pensando que me había condenado: tardaría muchísimo en terminarlo, seguro, no conseguiría leer apenas, apenas podría concentrarme, entenderlo, prestarle la atención que necesitaba. Pero me equivocaba. Me fascinó desde el principio y, aunque la verdad es que no estaba leyendo tanto como querría, aprovechaba cualquier oportunidad para hacerlo. Y luego pasó lo de siempre: la maldición de haberme terminado un libro demasiado bueno. ¿Quién tendrá el valor de venir después? Qué difícil es decidir la siguiente lectura, una suficientemente buena para seguir su paso, pero en la que mi mente (que todavía sigue en el anterior) pueda penetrar con facilidad. Empecé algunos, los dejé todos. Ya estaba empezando a ver los brazos de la inapetencia envolviéndome despacio cuando lo vi, en una de las pilas inmensas de casa, casi pasando desapercibido: Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan. No sé cómo llegó este libro a casa. Ni si quiera estoy segura de si lo compré yo o Ane, y tengo la sensación, además, de que fuera quien fuera lo compró en una librería de segunda mano. Pero la verdad es que no lo recuerdo. Ane volvía a irse una semana a Azagra y acababan de meter en Filmin una nueva adaptación del libro, con Chloë Sevigny. Pensé que esa idea de leerme el libro y luego ver esa peli haría olvidarme de que estaba sola en casa. No me lo creía del todo, pero me prometí a mí misma intentarlo. Terminé el libro ayer por la mañana y por la noche vi la película. Todavía estoy con la fiebre Sagan. Todavía no he podido quitarme de la cabeza una frase que dice el personaje de Chloë Sevigny, Anne: «Es raro, ¿no? Amar a alguien. De alguna manera te aísla totalmente del mundo. Raymond, yo me aferro a mi soledad, y al mismo tiempo amo muchísimo. Se me da bien hacer las dos cosas a la vez». ¿Lo habré conseguido? En este momento, frente a mi ordenador, sigo sola en casa. Ane vuelve mañana. De todo el verano, en el cual Ane se ha ido de viaje un par de veces más, esta es sin duda la vez que mejor he estado. Me gusta aislarme. Me gusta alejarme. Estar sola. Pero me he acostumbrado tanto a la presencia de Ane en casa que me siento diferente cuando se va. Como si me hubiese dejado algo en el trabajo: sé que está ahí, que podré ir a buscarlo al día siguiente, pero la sensación de haberlo perdido me agita de todas maneras.

¿Por qué me ha hechizado tanto este libro? Es un libro juvenil, la primera novela de Sagan y, aun así, brillante. La relación de Raymond, el padre, con Cécile, la hija, no tiene nada que ver con mi relación con mis padres. Nunca he vivido una infancia parecida y, aun así, entro de lleno en su mundo. Me parece fascinante como retrata Sagan a los personajes. La elegancia, la sofisticación, el ingenio de Anne, en comparación con Elsa, que no es menos guapa ni menos inteligente, pero aun así tan claramente diferente a Anne. Esas pequeñas sutilezas que las separan completamente. Parece decirnos: ¿qué vida es mejor? ¿La libre, alocada, torpe, o la ordenada, fría, tranquila? Igual ninguna de las dos, o las dos al mismo tiempo. No lo sabemos. Ni si quiera ellos lo saben, por eso Cécile decide con cabezonería que tiene que hacer algo para cambiar su nuevo modelo de vida, que parece aborrecer, para luego arrepentirse. Me parece muy interesante ver los recursos que utiliza la directora para transmitir eso que transmite Sagan con la escritura. No dejo de pensar en la escena de la manzana: Anne coge una manzana, se levanta de la silla a por un cuchillo y desaparece de la escena, aparece Elsa, se sienta en el mismo lugar de Anne (¡!) coge una manzana, empieza a comérsela a bocados, aparece Anne de nuevo y también Cécile, que coge a su vez otra manzana. Y ese plano perfecto de las tres: Cécile y Elsa comiéndosela a bocados, mientras que Anne está partiéndola con un cuchillo.

 


Sigo en el mar. En esa imagen azul infinita. ¿Qué es la tristeza? ¿Cuánto ocupa? ¿Cuándo llega por primera vez? Recuerdo cuando me vino la regla por primera vez, dónde estaba, con quién, qué pensé. No recuerdo la primera vez que me sentí triste. No recuerdo por qué. Ni si estaba con alguien. Hoy, frente a mi ordenador, sola todavía, me enorgullezco de mi propio aislamiento, de mi tristeza. La conozco. Me he dado cuenta de que cuando más escribo es cuando estoy sola. Totalmente sola. Cuando no tengo interlocutor lo busco aquí. Quizás pueda reconciliarme también con mi soledad.

Soledad y el mar

  Hacía ya un tiempo que no conseguía ordenar mi cabeza. El calor me seca el cerebro. No soy capaz de pensar, o no con propiedad. Pienso dem...